viernes, 31 de agosto de 2018

La creación (la verdadera historia)

En aquel tiempo no había humanos, solo los ángeles caminaban por la tierra. Con formas etéreas y fantásticas, tenían, como única función, crear los terrenos fértiles del Mundo, el cimiento de la humanidad que debía prosperar allí.

Pero no venían solos, sino en pareja, cada uno acompañado de un “Centinela”, quien era el encargado de cuidar no sólo sus cuerpos celestiales, sino la labor creada por ellos, como algo sagrado que debía ser perpetuo.

Cada ángel nacía junto con uno de estos fieles guardaespaldas, y era enviado a la tierra recién formada, junto con él, formando la sincronía de la pareja perfecta. Uno era el creador, el otro, el cuidador.

Eso fue en aquellos tiempos en que el mundo se creó, y todo dentro de él, donde sólo los ángeles podían bajar a esta tierra y eran creados por y para ella, para abastecerla y protegerla de cualquier agresión malévola, o de cualquier equivocación o disociación del curso normal de esta colosal creación.

Él no era distinto a toda aquella raza superior. ¿O sí lo era? A pesar de estar programado y creado para y por la misma razón de miles de millones de ángeles más, había algo que lo diferenciaba. Fue algo que comenzó sin darse cuenta, en un cierto punto, tan minúsculo como una sensación, que se tornó poco a poco en sentimiento, y finalmente, la idea que le dio la razón a esa diferencia.

No era solo la ya conocida emoción por la creación a la que estaba predestinada a dar su vida, sino un sentimiento más complejo y profundo. Eso que sentía, lo que le hizo distinto al resto, único en su especie, era el amor.

Aquello vetado para los dioses y entendido como un pecado mortal, lo llevaba, poco a poco, a ir por un camino diferente al resto de su prole.

Le cambió la mente, el cuerpo y el alma. Violó la más estricta norma: “amar sólo el fruto que creas”. Amó a alguien y no algo; se enamoró de su centinela.

No solo eso, no le bastó sentir, sino que aquel centinela se convirtió en su vida, en el centro de su eje natural, por varios miles de millones de años. Dejó de prestar atención a su pedazo de creación, y ésta, poco a poco, fue mitigando su energía vital, hasta quedar a las puertas de la muerte.

Cuando los dioses se enteraron de aquella calamidad, ya era demasiado tarde. Aquel pedazo de tierra que con tanto amor había sido creada, parecía irremediablemente, junto con cada estructura que la componía, todo su maravilloso ecosistema, un putrefacto páramo deshabitado desde siempre.

Esa situación, más que alarmante, era totalmente insostenible para todos e inadmisible desde todos los puntos de vista.

Es deber de los dioses construir y velar por el mundo. Para eso  crean a los ángeles, cada cierto tiempo, después de cada cíclico Big Bang. Cada ángel tiene un propósito; creadores, vigilantes, acompañantes de la vida y guiadores de la muerte, expertos en caos y pitonisas de la contrariedad; esos y miles más, cada uno hecho por un puntual propósito.

Si alguno no hace bien su trabajo, definitivamente, son los dioses los que no están haciendo bien el suyo. El peso del universo se hace grande, la balanza se mueve hacia la materia oscura y deja de existir el mundo, antes de su hora.

Era inminente la extinción de este mundo, hecho que había ocurrido millones de veces antes, pero nunca por esta causa.

El ámbito celestial estaba revuelto, nadie comprendía que había pasado, que había fallado, pero lo cierto era que había que tomar medidas al respecto. Nunca había  ocurrido  un error de esa magnitud.

Bien se sabe que la historia se acompaña de rumores. El mayor error conocido, involucra una manzana y a dos humanos (los primeros del mundo), como responsables del cataclismo que dio vida a las fuerzas del mal, a la cruz de la humanidad.  Pero esas eran sólo historias que los Dioses habían creado a su conveniencia, (otro más de los tantos mitos que tenían que introducir en las cabezas de la raza humana para dar un toque de fantasía y temor a la vida); enamorarse era el verdadero Pecado Original. Los ángeles no podían enamorarse de algo más allá de lo creado por sus aureolas espirituales, no estaban diseñados para eso.

Ese amor acabaría con el mundo, y no de la manera que pensaban, sino que podía llevarlo a existir para siempre en un estado de pecado eterno, ese pecado que ya no sería un mito, sino una realidad. Que fin podría ser más negro que ese. No sabían, si quiera, que podría pasar si continuaba la marcha está situación. Nadie estaba preparado para verlo, para reparar el desastre una vez establecido.

Debían detenerlo antes. Debía ser castigado, y así fue.

Los dioses no recordaban un antecedente a este tan devastador,  pero sí recordaban bien que, el mayor castigo para un ángel que se desvía de su propósito no es más que convertirse en lo más temido y triste, un fantasma. Un fantasma no es nada, no es nadie, no se ve ni se siente, no ve ni siente. Es un ente errante, que observa, eternamente, acontecimiento tras acontecimiento del mundo y de todos los que le sucederán;  de la vida, del tiempo, sin tener espacio y tiempo propios.

Ese es el mayor castigo y es el que merecía una falla como esa.

Cuando él se enteró de su destino, aún sin poder comprender lo que le había ocurrido, sin siquiera saber por qué había sentido lo que sentía, no hacía más que pensar en aquel ser capaz de provocarle ese sentimiento. Su mente atormentada no albergaba pena, sino una angustia enorme, mas no por el castigo que le esperaba, sino porque ya no podría verlo más.

Es así como se describe al amor, es así como se siente. Bien lo sabía, aunque fuera la primera vez que lo sentía, ese conocimiento estaba impregnado en su código mental.

Pero el descriptivo significado que tenía su cabeza, no era comparado con el sentimiento en sí y con la idea mortal de prescindir de ese amor para siempre.

Claro que lo podría ver, lo podría ver por toda la eternidad, pero no de la manera en que lo veía ahora. Una vez convertido en fantasma, sólo podría verlo porque su cuerpo omnipresente pero sin figura física, sin sentimiento ni sensación alguna, seguiría teniendo ese sentido de la vista. Ya no lo podría ver, nunca más, con los ojos que lo ven ahora, con ojos que sienten casi más que ver, solo puro y magnífico amor.

Solo le quedaba un día,  para despedirse para siempre de su esencia real en el mundo creado, de esa conexión que, aunque ya no sentía como al inicio, era única en su clase y, sobre todo, de su amado. Olvidó instantáneamente la raíz de su por qué y, de un momento a otro, ya no le importaba que el mundo se cayera en mil pedazos, solo verlo por última vez.

Decidió no esperar un minuto más, las 184 horas de ese día debían alcanzarle para buscar a su amado centinela y despedirse de él, de alguna manera, o al menos verlo por última vez.

Cuando lo vio, no supo si ir corriendo hacia él y abrazarlo, o quedarse llorando, a lo lejos, mientras veía su dorado rostro por última vez.

A fin de cuentas, ¿Sabría él de su existencia? ¿Había llegado a sus oídos el rumor del amor platónico que sentía por él? ¿Era realmente eso, un amor platónico o un amor compartido?

Quizás él lo sabía todo, así debía ser, pues nada hay oculto entre cielo y suelo. Además, un error tan grande como esta calamidad que había ocurrido, sin precedentes, era la noticia que primaba no solo en el firmamento, sino en la tierra.

Pero los centinelas tienen un único propósito, y no siempre se les informa de los asuntos angelicales que no le competen. El amor de su vida no debía estar enterado de nada.

Estos pensamientos le entristecieron el alma y, al mismo tiempo, le hicieron expirar un suspiro de alivio. Si él no sabía nada, o, mejor aún, si no sentía nada, podría acercarse sin temor, y adueñarse de su mirada, totalmente  ingenua a todo, por última vez, así como la vio la primera vez que lo conoció, cuando aún no sabía lo que era ese tipo de amor.

Ahí estaba, entre aquellos arbustos. Recordó al instante, el momento en que los creó, al tercer día. Al principio creía que esos arbolitos tan pequeños serían demasiado poco para un mundo tan perfecto, que opacarían su excelsa frescura. Pero la idea se fue desarrollando mejor en su mente y se le hizo bonito ese elemento, para adornar el paisaje. Así que los hizo, tal como su mente los visualizó y resultaron ser una combinación acertada y bonita.

Pero no imaginó su mente, que ese detalle pudiese verse más hermoso, hasta que lo vio entremezclado entre sus pequeñitas hojas verdes.

El centinela caminaba en línea recta y algo apresurado, así que aceleró el paso. Se estaba acabando el tiempo, debía verlo de cerca, quizás hablarle, despedirse para siempre con palabras; aunque sólo verlo de cerca, por última vez, le era suficiente.

Lo siguió por varios metros kilométricos. Aumentó bastante la velocidad de sus pasos, pero él siempre iba ganando la que ya parecía, no una carrera, sino una real persecución.

Estaba agotado, pero no impresionado. No era un secreto que los centinelas son veloces, extremadamente precisos y ágiles en sus movimientos. Debían ser así para hacer bien su trabajo, pues deben velar por que todo esté siempre funcionando en perfecta armonía. Mucha importancia se les da a los ángeles, se les venera a veces casi como a los dioses, pero son ellos, los centinelas, los que hacen el trabajo duro y constante. Los ángeles son los artistas, crean la obra y continúan su trayecto, creando más o retirándose hacia lo que llaman Descanso Eterno Celestial (lugar incierto sin espacio ni tiempo precisos, donde habitan los ángeles, en espera de una nueva tarea o una nueva vida); los centinelas son los  coleccionistas, los veladores del museo que guarda la vasta y perfecta obra.

Cuando lo vio entrando por la gruta, algo le pareció familiar. Fue un deja vu de algo no sólo ya visto, sino vivido.

Sin embargo, aquella  gruta familiar, no era lógica, pues no recordaba el momento en que la había creado. No solo eso, ni siquiera recordaba el haberla creado en lo absoluto.

Si hay algo de lo que los ángeles  se pueden sentir orgullosos, sin que sea considerado pecado, es de recordar cada segundo, cada milésima se segundo en que crean cada cosa del mundo. Es un recuerdo que a la vez es sensación, pues se impregna en cada receptor del cuerpo y de la piel y se convierte en eso, una pura sensación que mezcla todos los sentidos. Es el vínculo más poderoso del mundo, más que el de una madre y su hijo. Es como si el proceso de la creación formara parte de sus mismos cuerpos y se quedara como una huella indeleble en cada célula.

Pero aquella gruta no formaba parte de su impronta de memoria.

Con una ligera angustia reforzada por este último hecho tan peculiar y absurdo, lo siguió hasta el interior de la oscuridad de lo que parecía un foso profundo.

Dejó de verlo, se le perdió entre la nada, y sólo una inmensa y devastadora oscuridad lo rodeó por todas partes.

Entonces todo volvió a encenderse, pero de una forma mágica y surreal. No eran luces ordinarias lo que iluminaba aquel ocaso profundo, sino millones de pequeñas imágenes lumínicas que giraban a su alrededor.

Parecía estar en aquella dimensión de la que tanto había oído hablar, lejana a su tiempo de formación, aquella de los mundos del futuro que nunca tuvo oportunidad de ver o crear.

Las imágenes, aunque no eran muy grandes ni del todo nítidas, reflejaban miles de escenas que viajaban como flashes, rodeándolo por todos lados. Cada escena diferente, y sin embargo, con los mismos personajes recurrentes: el centinela y él.

¿Qué truco celestial era aquel que le hacía ver cosas que no conocía, de las que sólo había oído hablar en libros, de esas que llaman futurismo?

¿Por qué estaba él representado en ellas?

Solo unas milésimas de segundo bastaron, para darse cuenta de que aquello no era un simple truco, sino recuerdos de una vida anterior. ¡Pero no podía ser la suya! Eran sus acciones, mas no sus recuerdos.

¿Cómo puede un ángel perder recuerdos? No sabía que fuese posible, pues cada detalle de sus vidas se tallaba con precisión en su mente, para siempre. Al menos eso había pensado hasta este momento.

Toda una vida parecía haber olvidado, una que veía en esos millones de imágenes de sus recuerdos perdidos.

Mientras una lágrima,  (la única que pudo salir de sus ojos en toda su vida), bajaba por su delicado rostro, sintió un toque blando sobre su hombro derecho. Cuando miró hacia aquel lado vio al centinela y no pudo más que abrazarlo, fuerte, casi asfixiantemente y llorar más, mucho más de lo que lloran los mortales. Mientras lloraba sentía algo extraordinario, más que todo lo anteriormente experimentado, sintió más amor del que puede soportar un cuerpo celestial. Sentía no solo su amor, sino el del centinela, que era tan o más grande que el suyo propio. Y no logró parar de llorar.

Lloró un verdadero río, no en sentido figurado, sino literalmente; sólo los ángeles pueden llorar en tanta cantidad. Recordó, mientras inundaba todo aquel mundo, que aquel llanto también era legendario, solo visto en libros de antaño, libros celestiales de los que casi ya no se oye.

El diluvio duró 4 días y 3 noches. Cuando cesó, pudo ver aquel mundo que había creado, lejos, muy lejos, en el infinito.

No podía darse cuenta con certeza, de donde se encontraba, pero veía al mundo cada vez más pequeño. No se  daba cuenta de si el mundo implosionaba o era él que se alejaba de una rara manera.

Hasta que lo vio en la palma de su mano y lo levantó sobre su cabeza.

Y aún estaba ahí, él, el centinela. Dejó de abrazarlo. Éste unió sus manos a las suyas y las cuatro rodearon aquella pequeña bolita a la que se había reducido el mundo, que flotaba en ese contorno etéreo.

Ya no recordaba nada; nada del mundo creado ni del diluvio, nada del primer y único amor y nada de la angustia anteriormente experimentada.

Se envolvió en un caparazón mental y comenzó a crear el nuevo mundo, mientras el centinela protegía, por todos lados, cada pizca, cada milimétrico detalle de la creación.

Parecía el mundo más perfecto que jamás hubiesen hecho, de esas manos que encerraron, al inicio, nada más que partículas pequeñas, muy pequeñas, cósmicas, químicas, explosivamente perfectas.



A kilómetros de allí, en una distante dimensión celestial, aquella diosa escribía: experimento número: 3 millones 365 mil 563; resultado: fallido. Comentario: volvieron a enamorarse.

Experimento número: 3 millones 365 mil 564; en curso.


















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