martes, 28 de agosto de 2018

La casa

Era la casa más extraña que había visto, no por su inusual estructura arquitectónica o belleza, sino porque a pesar de tantos años recibiendo inquilinos y visitantes, parecía no tener huellas del tiempo. Todos en el pueblo hablaban de ella, no como en las películas, tildándola de “casa maldita”, sino todo lo contrario. Hablaban de ella como algo hermoso e inquebrantable, como un lugar al que todos desean ir, en el todos quisieran vivir.

Ubicada justo detrás del parque del pueblo, parecía sobresalir de entre todas las demás edificaciones, no por su tamaño, sino por su belleza peculiar, descoordinada con el resto de la urbanización. Era hermosa en verdad.

“La casa soñada” le decían algunos, otros, sólo la llamaban “La casa”, y ya con decir eso, todos sabían de que casa se trataba.

Muchos habían vivido ahí, y de algún modo, “la casa” los hacía cambiar, para bien. De alguna manera extraña, les cambiaba el carácter, la personalidad.  Vivir ahí les transformaba el alma e incluso el cuerpo.  Tal vez esto ocurría porque el cuerpo refleja lo que guarda el alma, o por pura sugestión de quienes miraban los cuerpos, los rostros y apariencia de los que vivían allí. Lo cierto es que había un cambio positivo en los habitantes de ese lugar.

Pero solo había un problema, que no duraban mucho tiempo en ella. En general, cada inquilino estaba allí por unos meses, y al cabo de este tiempo, abandonaban el lugar, se iban sin más. Nadie sabía adonde ni por que, pero siempre se marchaban.

Después del adiós, de la ausencia, la casa parecía  agradecerles su estancia activando sus colores, realzando su belleza.

Ese misterio no sorprendía a los locales, se habían habituado a esta dinámica y sólo se sentían felices de tener esta bella estructura entre ellos.

Hacía unos 7 u 8 meses que vivía allí y conocía de memoria esta historia, la había escuchado una y otra vez en todo ese tiempo. Más que eso, había vivido en carne propia los poderes curativos de la casa, el impacto sobre todos, sobre todo y sobre ella misma.

El día en que llegó, se sorprendió, como todos los que pasaban por ahí.  Nunca había visto una cosa tan bella. Parecía pura belleza natural, como si la mano del hombre no hubiese estado implicada en su construcción en lo absoluto, sino un poder superior. Era un lugar que sólo tenía cabida en la imaginación o los sueños, de esos que sabes que nunca existirán en la vida real.

Ella había llegado allí casi obligada por sus padres, que tenían un nuevo empleo y debían mudarse lo más cerca posible. Y no fue nada menos que ese pueblo, el punto más cercano y vacante que pudieron encontrar.

Como toda adolescente sin compromiso, nunca aceptó de buena gana la idea de la mudanza. ¿Quién querría alejarse de su círculo de amigos, de su recorrido diario, de sus acostumbradas juergas y salidas locas? Era un completo cambio de vida. Más aún, salir de la gran ciudad hacia un pequeño pueblito alejado de la citadinidad.

No, no le hacía nada de gracia, pero adolescente al fin, tenía que ir hacia donde fueran sus padres. Aunque no le agradó la idea, no le quedaba otro remedio que adaptarse a la nueva situación. En el fondo, aún refunfuñando, sabía que este cambio sería positivo para ella y su familia.

Vino todo el camino pensando, imaginando como sería el nuevo hogar, como serían las personas y sus futuros amigos.

Pero nada de lo que imaginó se comparó con lo que vio al llegar a la casa. La maravilla de ensueño le nubló cada idea que había tenido, sustituyendo sus pensamientos por puro asombro y deleite. Sintió una admiración emocionante y una curiosidad enorme por entrar, por vivir ya en aquel lugar. Incomprensiblemente, sentía en toda su piel, y llegar hasta su cerebro, una llamada sutil cuya procedencia no comprendía, pero que la hacía desear entrar al lugar y recorrer cada centímetro de él,  de inmediato.

Al entrar, lo hizo pausadamente, como quien tiene miedo de que sientan sus pasos. Sus padres aún se encontraba afuera, en la acera, coordinando como entrar los muebles y todas sus pertenencias, al nuevo hogar.

Se olvidó por un instante de brindar ayuda y comenzó a recorrerla  de una vez.

La sala era hermosa, parecía desprender una esencia con olor a lavanda o a algo muy limpio, como a ropa recién lavada. Las paredes tenían un ligero color verde claro mezclado con unas figuras color amarillo, que se fundían al color de manera muy particular. El techo era muy alto y estaba pintado con miles de mariposas multicolores, muy pequeñas, diminutas, que formaban formas más complejas, de animales, cosas, personas, figuras abstractas inentendibles. El suelo era muy brilloso y blanco, tan blanco como una mota de algodón recién procesada.

Había una escalera al fondo, con lozas tan pulidas que parecían nunca haberse pisado.

Subió lentamente la escalera, mirando los pasamanos, pasando su mano lentamente por ellos, como cuando admiras una obra de arte. Mientras avanzaba miró hacia el techo y se dio cuenta de un resplandor de luz, que se veía salir de la cúspide de la escalera.  Siguió subiendo, y al llegar a la cima, pudo comprender el origen del resplandor. Aquel destello provenía de un gran ventanal en la pared del fondo, al final de la escalera, de hecho.

La vista era asombrosa. Se veía un gran jardín, en la parte posterior de la casa, que rebasaba los límites de la imaginación. El fondo del horizonte era una amplia y hermosa pradera, con hierba verde esmeralda, que le hizo recordar el cuento de la ciudad del Mago de Oz, pero mucho más hermosa a sus ojos. Al final del espectáculo visual, el bosque, un tupido bosque, a solo un kilómetro de allí.

A esa altura, justo al final de escalera, un bifurcado pasillo, lo suficientemente ancho como para que cupieran dos personas, de normal grosor. A cada lado de este pasillo, una puerta, cada una abierta, incitando mucho más  su curiosidad. Tenía que entrar, había que recorrer más, conocer más de la casa.

Instintivamente, se decidió a entrar en la que le quedaba a la izquierda, confirmando al fin lo que se podía ver desde el pasillo. Se trataba de una espaciosa e iluminada habitación, con otra puerta que daba a un pequeño baño.

Había un hermoso y amplio ventanal, parecido al que había admirado hacía  sólo un momento, en la cúspide de la escalera. La claridad cálida de aquel ventanal le dio unos inmensos deseos de acostarse y estirarse. No había muebles, así que se tiró en el suelo, como hacen los niños pequeños cuando no quieren dormir en sus camas.

Ahí quedó sumida en el sueño más profundo y delicioso, uno que no había tenido desde pequeña. En aquel suelo, que sentía más blando y cómodo que cualquier cama que hubiese probado, podía jurar sentir música provenir de algún lado, arrullándola mientras caía profundamente en los brazos de Morfeo.

Despertó casi 4 horas después; estaba anocheciendo. Se encontraba arropada y con una almohada apoyando su cabeza. Seguramente sus padres no la habían querido despertar. A su alrededor se encontraban todos los muebles que formarían la habitación, desordenados, en espera de que los organizara en algún momento. No supo porque había dormido tan profundamente, al punto de no sentir ni siquiera el ruido de pasos, enseres rodando de un lado a otro, gente gritando; en fin, todo el bullicio normal de las mudanzas. Tampoco recordaba lo que había soñado, pero el haber despertado embotada, le sugería que debía haber sido bastante extraño o inusual.

Bajó las escaleras hacia donde sentía unos ruidos de platos, hacia la cocina.

-Al fin te levantaste, ya vamos a comer, siéntate.

Se sentó junto a su padre, mientras su madre acomodaba los últimos platos en la mesa. Hacía tiempo que no disfrutaban de una cena en familia, pero pensó que sería en honor al nuevo cambio de vida.

 Durante la cena ocurrió algo extraño e indescriptible, al menos para ella. Sus padres parecían más relajados que de costumbre, demasiado relajados y desestresados. Se miraban a la cara y sonreían, como hacía tiempo no habían hecho. Su madre le acariciaba el pelo, como antes, antes de que ocurriera la crisis entre ellos. Le tomó la mano a su padre y hasta le limpió restos de comida de la comisura de la boca, mientras hacían cuentos e historias de días pasados, días en que eran felices.

Todo eso le pareció extraño, pero agradable. Realmente necesitaba revivir aquel espíritu familiar, así que dejó la duda a un lado y disfrutó el momento.

La noche transcurrió tranquila, mucho más que de costumbre. Casi logró olvidarse de la lejanía y empezar a saborear el placer de este nuevo extraño lugar, que provocaba un efecto positivo sobre sus padres y un estado de calma y sosiego en ella.

A medida que pasaban los días y los meses, este karma blanco de su entorno, se hizo parte de su vida, borrando casi de su mente, la anterior que había vivido.

Ya sus padres no peleaban ni se disgustaban, con nada ni nadie, por nada ni nadie. Vivían como en una especie de nube, en un cuento de princesas y príncipes, o un dibujo animado, de esos donde  todos tienen la sonrisa dibujada a flor de piel, inamovible aún en las escenas más dramáticas.

 Pero aquella escena feliz no se limitaba a su casa y sus padres. Toda la gente del pueblo emanaba una anormal felicidad, que plastificaba el entorno, afectando incluso la vegetación y hasta los objetos inanimados.

Sin embargo, lo  más desconcertante no era este sentimiento explosivo, sino que por momentos, percibía cierta idolatría y admiración, por parte de los vecinos y toda la comunidad en general, casi espeluznante e irracional. Era una ilógica adoración que se acompañaba de caras y gestos, llenos de agradecimiento inmerecido, hacia ellos, hacia sus padres, esos que ya eran más extraños para ella que la propia nueva vecindad.

Al principio no había percibido nada de esto, ella también estaba viviendo en aquella nube. Pero por razones que no llegaba a entender, poco a poco comenzó a percibir la diferencia, como algo fuera de lo normal, e ilógico.

Así pasaron varios días, en los que se preguntaba lo mismo, repetidamente: ¿Qué la hacía diferente? Más de mil veces al día la misma pregunta le venía a la mente, sin encontrar una pista a la respuesta. Su entorno parecía vivir en una secuencia distinta a la de ella. Era como ver una película, como estar rodeada de actores que repasan un guion, una y otra vez, siendo ella la única persona fuera de escena.

213 mañanas pasaron, antes de aquella, que nunca creyó sería más extraña que todos los días anteriores.

Aquel día,  al levantarse, creyó que se encontraría la ya habitual escena; sus padres riendo durante el desayuno y el olor a algo delicioso que provenía de la cocina. Aunque su madre nunca había sido una gran cocinera, desde que todo cambió, de forma mágica, se convirtió en un excelente chef.

Bajó como de costumbre, mas no sintió el agradable olor, tampoco se oían las risas de sus padres. De hecho, solo se sentía un abrumador silencio. Incluso pareció notar el ambiente ligeramente nublado, como si una gran nube estuviera dentro de la propia casa, ensombreciéndolo todo.

Buscó en cada habitación, y no encontró más que muebles acomodados, adornando los espacios.

Ni un vestigio de sus padres.

Marcó cada centímetro de la casa, con sus pasos nerviosos e irregulares, viendo a medida que avanzaba en la búsqueda, que no era la ausencia de sus padres lo que  llamaba su atención.

Había algo diferente allí, algo que faltaba, algo inaparente, pero perceptible en el ambiente.

Era la vida, la propia vida de la casa, lo que estaba ausente.

Ya no había brillo en las paredes ni destellos de Sol inundando las habitaciones.

Las paredes, de una forma increíblemente rápida y desconcertante, se agrietaban, formando una enorme red que envolvía, como un cascarón, todo el esqueleto de las casa. Horadaban también el suelo y el techo , haciendo parecer aquel fantástico refugio, como la más tétrica escena viviente, de terror.

Por un momento, allí, en la sala principal, espantada de ver aquel deterioro progresivo, no pensó en la ausencia de sus padres. Olvidó lo que la llevó a buscar, como una demente, cada resquicio del lugar. Se quedó estática, sólo mirando, aterrada, como el lugar más precioso y fantástico que había visto, se convertía en un lúgubre territorio.

Se sintió en el centro del universo, y no por que estuviera pasando por un psicodélico momento de fascinación. Era porque estaba inmersa en una crisis de pánico que le hacía sentir que estaba en medio de un verdadero Apocalipsis.

Por todas aquellas grietas, comenzó a correr un río de agua, que rellenaba los espacios sin derramar ni una gota fuera del lugar. Parecía estar en una película de ciencia y ficción o dentro de un sueño. Aquella agua hacía un recorrido anti gravedad, yendo desde el piso hasta el mismo centro del techo, terminando justo en la gran lámpara de lágrimas.

Miró hacia arriba y vio como aquella agua se acumulaba en la base de la lámpara, bajando por los tubos que la sostenían al techo y recorría toda la estructura , yendo hasta cada una de las pequeñas lagrimitas. De ellas salían pequeñas gotas, que luego se fueron haciendo cada vez más gruesas, hasta convertirse en finos chorros que daban justamente en su cara, que estaba atónita contemplando aquella insólita escena. Y no fue hasta que sintió la primera gota, que despertó de su asombro.

Quizás fue la gota, o el estruendo que salía resonante, de todas las paredes y el piso. Lo cierto es que despertó, justo antes de quedar totalmente empapada por lo que ya no eran gotas, sino gruesos chorros.

El inminente derrumbe la hizo salir del lugar, justo a tiempo de que cayera toda la lámpara, catastróficamente, a sólo 1 metro de distancia de ella.

Se quitó un pedazo de vidrio que se había pegado a su tobillo y salió corriendo, presa de un pánico atormentante.

A medida que iba corriendo hacia la puerta, todas las paredes se iban rompiendo y estallando. Pedazos de piedra explotaban cerca de sus pies y otros, que caían del techo, le obligaban a hacer una carrera en zig zag hacia la salida.

Aquella luz en la puerta se hizo lo más preciado. Mientras corría, volvió a recordar  la ausencia de sus padres, que ante tales circunstancias parecía estar relacionada con todo aquel holocausto. Esto provocó una doble angustia, por la incertidumbre de esta historia y por el desastre que parecía estar a punto de acabar con su vida.

Cuando al fin salió a la calle y respiró con alivio, alzó la cabeza y el asombro volvió a apoderarse de ella instantáneamente, al ver a todo el pueblo reunido delante de ella, delante de la casa.

Paso por paso fue avanzando por la línea recta que hacía un camino creado por aquellas personas. Se habían colocado una detrás de otra, en dos filas enormes, que iban desde la misma entrada de la casa, justo al terminar la acera, hasta varias cuadras más allá. Como si estuvieran observando una procesión, estaba aquella gente, con los cuerpos rígidos y la mirada absorta en la nada.

Mientras sus pasos iban progresando por el larguísimo camino (el único que habían dejado viable), miraba cada rostro, notándolos vacíos y pétreos. Era como estar caminando entre estatuas.

Nadie se movía, nadie hablaba, nadie parecía tan siquiera respirar.

Tocó a algunos y les hizo señas delante de sus ojos, sin obtener ninguna respuesta animada. Eran estatuas vivientes. Estaban vivos pero no presentes, como si estuviesen hipnotizados o en otra dimensión mental.

Varias cuadras tuvo que recorrer. No se dio cuenta de como lo hizo con tanta facilidad, pues su cuerpo caminó todo ese trayecto sin la mínima señal de cansancio. Quizás ella también estaba hipnotizada, pero mientras más recorría, más ansiedad sentía por ver el final. Y, una vez más, sustituyó la búsqueda de sus padres, por la búsqueda de la respuesta al final de ese túnel de gente.

A pocos pasos del final de la enorme fila, se dio cuenta de que, entre todas esas caras, faltaban dos que llevaba buscando hacía rato. Sus padres, que volvieron de nuevo a su memoria, no habían aparecido y tampoco se encontraban entre todas aquellas personas. Ya no quedaba nadie que ver en aquel pueblo y sus padres no aparecían.

Justo al final, se detuvo, y, contagiada por aquella calma fantasmal totalmente inaudita, se dio vuelta a observar, por primera vez, todo lo que había recorrido.

A lo lejos se veía la casa, opaca y lúgubre. De ella salían destellos oscuros que iban, desde todos los ángulos, hacia cada una de las personas de aquellas extrañas filas.

Aquel fenómeno que posiblemente  había durado unas horas, se detuvo.

Las personas reaccionaron, sus ojos parpadearon y sus rostros volvieron a tener vida. Se vieron a la caras, de los que tenían frente a frente y de aquellos a sus dos costados, y comenzaron a llorar. Todos lloraban y suspiraban, profunda y sentidamente.

Se tocaban las caras y se abrazaban, como si se conocieran por primera vez o se reconocieran, después de un largo tiempo sin verse, sin estar presentes en el mismo espacio y tiempo.

-Heeeeey!- fue el grito ronco que salió angustiado de su garganta, como una explosión retenida.

Todos se tornaron hacia ella y la rodearon formando un pequeño círculo de muchas, muchas paredes de cuerpos.

Los más próximos la tomaron de la mano, delicada pero impositivamente. Las paredes del círculo se abrieron y ella fue conducida hacia un lado del camino.

No entendió a que se debía todo. Aquellas personas, con la cara cubierta de lágrimas y el rostro blando y lastimado, como el de una abuelita cuando le baja la fiebre a su nietecito, la dejaron en un lugar de la calle, justo frente a la casa,  donde no había más que arbustos.

Se alejaron de ella y rehicieron la formación anterior, mas esta vez frente a ella, siendo ella la única de este lado de las múltiples capas de filas.

Se oyó un estruendo, que la hizo voltearse hacia atrás, hacia los arbustos. La tierra comenzó a agrietarse, tal y como lo habían hecho las paredes de la casa, justo frente a ella, al borde de sus pies, rodeando todo el perímetro de la casa. La grieta aumentó rápidamente y separó la casa del resto de la ciudad, mediante un enorme barranco.

No podía creer lo que estaba viendo, no podía ser real aquel panorama, pero lo era.

Ante sus ojos había miles y miles de personas, en ataúdes de cristal. Aquellos cadáveres, que no sabía a ciencia cierta si eran eso o cuerpos en estado de hibernación, formaban las paredes de aquel desfiladero, que más bien era un foso de terror.

Y ahí, justo al nivel de sus pies, en la pared del frente, estaban sus padres, su padres perdidos que deseó, en ese momento, que estuviesen realmente muertos y enterrados, o simplemente desaparecidos sin más, y no en aquel estado espeluznante de pseudoembalsamamiento.

Aunque estaba aterrada, en esos pocos segundos, pasaron miles de ideas por su mente y tuvo tiempo de ver que aquellos ataúdes estaban agrupados sutilmente, de manera ex profesa. Por cada grupo había un número, que le costó algo de trabajo enfocar al principio. Era de cuatro dígitos. El que correspondía a sus padres era 1984. Asustada, rodeó con la mirada todos los grupos que se encontraban en su campo visual y dio un salto hacia atrás.

Ahí comprendió que aquellos números no eran más que nombres de años, miles de años empotrados en aquel precipicio.

Volteó hacia atrás nuevamente y vio a todas aquellas personas, mirándola fijamente. Entonaron un canto que le pareció satánico. Elevaron sus manos hacia delante, con las palmas hacia el frente y comenzaron a acercarse.

Aquel sonido espantoso penetraba en sus oídos como mosquitos sedientos succionando cada gota de su sangre.

Se detuvieron justo a dos pies de distancia de ella.

La tierra tembló nuevamente y el foso comenzó a cerrarse.

Fue demasiado para ella. De una embestida salió a correr a toda velocidad.

Como animal detrás de una presa, iba  más velozmente de lo que jamás creyó humanamente alcanzar. Iba cubierta en llanto y sofocada, casi sin aliento. Pero no podía parar, tenía que huir de aquel ritual que la llevaría, inevitablemente, a ser una pieza más de aquel sepulcro.

Miró hacia atrás, temerosa de que alguien la estuviese siguiendo. Eran muchos contra ella, no tenía muchas probabilidades de salir con vida. A pesar de eso, su instinto de supervivencia la hacía correr y correr, como si sus pies y su cabeza fueran dos entidades independientes.

Nadie la estaba siguiendo. Aquel océano de gente se había quedado estática, muchas cuadras atrás.

Sin embargo, debía seguir corriendo, debía llegar a la entrada del pueblo.

¿Sería posible que nadie sobreviviera a aquella casa? ¿Por qué tantas víctimas? ¿Por qué por tanto tiempo? ¿Es algún tipo de maldición? ¿ Por qué me dejan escapar? ¿Esto es real? ¿Yo soy real? Eran pocas de millones de preguntas que le pasaban por su mente loca.

Al fin se detuvo. De alguna manera sintió una enorme calma y sus pies se relajaron totalmente, cayendo desplomados hacia el asfalto. Ya no estaba en el pueblo, la carretera era lo que sostenía su fatigado cuerpo.

Su aliento se recobró como por arte de magia y se incorporó nuevamente sobre sus piernas, que ya no estaban cansadas.

Echó a andar carretera abajo, ya sin un vestigio de lágrimas en su cara.

Una fresca ráfaga de viento le rozó la cara, dejando todo su pelo aventarse de un lado a otro. Y vio, entre toda aquella alocada melena que le cubría los ojos, un enorme camión de mudanza.

Se detuvo y lo siguió con la vista, hasta perderse por la entrada del pueblo.

Le respondió el saludo a aquella familia que, en medio de una feliz algarabía, iba dando saltos de un lado a otro de la parte delantera de la plataforma remolque, que debía llevar todos los muebles.

La escena le pareció conocida, pero en ese momento, no se dio cuenta del porqué; no le vino nada a la mente, que le ayudara a encontrar la semejanza.

Volvió sus pasos al camino y continuó acariciando su barriga. Debía llegar a algún destino cercano, cuanto antes. Ya le estaban molestando las pataditas. No recordaba la razón, pero supo que aquello significa que era hora de comer. Los bebés se ponen muy exigentes dentro la barriga.









































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