viernes, 21 de septiembre de 2018

La pared (cuidado con lo que deseas)

La niña del lazo morado, estaba sentada al lado de su mamá. No era tan chica, pero aún sentía necesidad de tomarle la mano a su madre, cuando andaba en lugares tan concurridos como ese. Había cumplido 12 años, hacía solo 3 días, pero no era lo suficientemente grande como para sentirse segura en esos sitios, así, sola, sin una mano que apretar.

El niño que estaba frente a ella tenía una tableta, no paraba de jugar con ella. Sabía que era un juego, por los movimientos que éste hacía, precipitándose sobre su asiento, moviendo aquel aparato de un lado a otro, dándole en ocasiones  a los que estaban sentados a su lados. No podía ver el formato del juego, pero para él debía ser muy entretenido, ya que con sus gestos parecía estar viviendo en verdad en aquel mundo digital, y en ocasiones, se paraba de su silla gritando de emoción.

¡Cuánto deseaba ella uno de eso esos aparatitos! Incluso lo pidió como deseo de cumpleaños, aunque sabía que sus madre nunca podrían comprarle una.  Si ella tuviese una, jamás la utilizaría para jugar, sino para escribir y leer.

Escribiría sobre todo, todo lo del mundo, lo que ve cada día y lo que imagina. Leería miles de libros, esos que nunca podrá comprar, y otras miles de cosas que se pueden encontrar en Internet hoy en día. Buscaría las respuestas a las millones de preguntas que puede tener una niña de su edad.

“Es un desperdicio usar una tableta para eso, una gran tontería. Ojalá fuera mía, él no se la merece.”-pensaba mientras engurruñaba, algo furiosa, el entrecejo, apoyando su pequeña cabeza sobre los muslos de su madre.

El muchacho del suéter anaranjado miraba a la pareja sentada frente a él, fijamente, hacía más de tres minutos. Nadie se daba cuenta, pues su mirada estaba oculta tras unos grandes lentes de sol, de esos modernos, con los cristales espejados, de color gris plateado, de los que, por más que mires fijamente frente a ellos, no ves más que tu propio reflejo.

La imagen de aquella pareja, le recordaba su propia vida pasada.

No era muy pasada, sino de tan sólo unos meses atrás, pero sí que parecía haber quedado atrás hacía más que eso; parecía que hubiese ocurrido muchos, muchos años atrás.

Al mirarlos , se veía a él mismo en el hombre que le acariciaba el pelo a la mujer que, apaciblemente, reposaba su cabeza en su hombro.

Esa imagen, común en millones y millones de parejas que se sientan durante un viaje, en un largo recorrido, no hacía más que recordarle su desperdiciada felicidad.

¡Cuánto se auto maldecía cada día por haberla dejado ir, en aquel tren, aquel día! ¿ Por qué lo había hecho? ¿ Por qué no había tenido el valor de decirle que la amaba, que se quedara?

“Daría cualquier cosa por tenerla de vuelta. Aunque me conformaría con ser yo quien acariciara a esa chica de chaqueta plateada, por ser yo quien tuviera esa relación, cualquier relación como aquella, que tuve y perdí por estúpido ”- pensó mientras volteó su cabeza hacia arriba, cerrando los ojos, tratando de dispersar su mente de la realidad.

El chico de las trenzas estaba de pie, con la espalda recostada en la pared, mirando fijamente, en línea recta, hacia una sola posición. Era una y solo una cosa lo que miraba desde que recostó su espalda. Algo insignificante había llamado su atención, sin embargo, para él, tan importante en ese momento.

Había estado corriendo durante varias cuadras y su boca no anhelaba más que un sorbo de lo que hubiera en aquella botella donde tenía su mirada clavada hacia varios segundos.

Trató de disimular y caminar de un lado a otro, mirando hacia otros lados. Buscó en algunos rincones cercanos, viendo si había alguna máquina expendedora de refrescos y jugos, pero no había nada.

También buscó en su mochila, como lo había hecho más de 10 veces aquella mañana, pero una vez más, no encontró la botella que siempre llevaba consigo y que ese día de infortunio no había cargado consigo.

Viendo que estaba perdiendo el tiempo y el aliento en aquel recorrido, regresó a su estado anterior, sufriendo, como anteriormente lo había hecho, hacía sólo 3 minutos, continuando su penuria de ver a lo lejos el preciado líquido que tanto anhelaba su sedienta garganta, pensando:

“¿Quién fuera aquel viejo, para tener un sorbito de esa agua? Total, ni un poco ha tomado.; la botella está llena. Ojalá pudiese arrebatársela”

De pronto se oyó una música. Nadie supo de donde venía, pero, la que se oía levemente al inicio, quizás por la barrera de pensamientos que cada uno atrincheraba, se fue haciendo cada vez más y más elevada.

Como de forma sincronizada , todos empezaron a mirar hacia cada lado y a todos los que estaban a su alrededor.

El tren se detuvo. El frenazo fue tan brusco, que lanzó al niño hacia el otro extremo del tren, dando miles de vueltas por el suelo, como una enorme pelota. Tras él fueron el novio de la muchacha de la chaqueta plateada, y el viejo de la botella.

Todos empezaron a gritar despavoridos, mientras aquella música se hacía cada vez más y más audible, alta, hasta hacerse insoportable, al punto de casi sobreponerse a los ensordecedores gritos.

De alguna manera, estas tres personas fueron las únicas lanzadas de sus asientos hacia el final del tren, y de una  extraña forma, quedaron rodando como enormes bolas por el suelo, hasta el final de lo que ya no era el largo pasillo de un usual tren, sino un túnel sin fin. A pesar de que parecía extremadamente largo el trayecto, seguían una extraña línea recta en su recorrido y jamás se golpearon contra los asientos. Los tubos que normalmente se encuentran en el medio del pasillo, se doblaban hacia los lados, deformándose, para abrirles paso.

Era un fenómeno inusual. Los que estaban sitiados en los mismos lugares de donde no habían podido moverse, seguían gritando, estresados por la física alterada y por la incertidumbre  de si se trataba de un mal sueño. A esto se sumaba el sufrimiento de ver, impotentemente, a aquellas personas, perderse hacia un pasillo que parecía sin fin, haciéndose más y más pequeñas.

La música se hizo extremadamente alta, alcanzando un pico hertziano que logró reventar los cristales de las ventanas. Todos callaron, pues sólo atinaban a taparse, adoloridos, los oídos, que sentían reventar dentro de su cráneo.

No pudieron ver nada, pues el dolor los mantenía con los ojos cerrados y la cabeza entre las piernas. Pero aquellos que se habían perdido en la inmensidad del pasillo, regresaron rodando mil veces más rápido por el mismo recorrido, hasta caer justo delante de ellos, y ahí quedaron, dando de golpe contra una pared, que estaba ahí, aunque nadie la podía ver.

Cuando abrieron los ojos, la música había cesado. Frente a ellos se encontraban los tres que hacía sólo unos segundos habían pasado volando, a ras del piso, hacia el final de aquella conexión de vagones.

Todos se levantaron y, extremadamente sorprendidos, sin decir una palabra, se acercaron a la invisible pared que los separaba del otro lado.

Los tres del otro extremo se levantaron del suelo y comenzaron a tocar aquella estructura invisible que no los dejaba avanzar más allá y creaba una división entre esos dos tramos del tren.

La muchacha de la chaqueta plateada, tomó la mano del muchacho del suéter anaranjado, fuertemente, como si lo conociera de antes, como buscando seguridad, ayuda. Él  la miró extrañado, pero no hizo el mínimo gesto por soltarla. Aunque no la conocía, se sentía bien sosteniendo su mano.

El chico de las trenzas agarró la botella, que se encontraba en el suelo, totalmente abierta, sin haber derramado ni una pequeña gota, a pesar de los estruendos y acelerones.

La niña del lazo morado, le soltó la mano a su mamá y tomó la tableta, que había caído justo frente a la pared. No se podía ver más que su esquina entre un abrigo que tapaba el resto, pero bastó el brillo de ese pedazo de pantalla, para atraer su mirada, y su mano, hacia el objeto soñado.

De alguna manera, aquellos que habían quedado de este lado de la barrera fantasmal, habían recibido lo que sus corazones y sus mentes anhelaban.

Se acercaron hasta quedar, palma con palma, con los tres pobres que habían quedado atrapados, separados, del otro lado de la espeluznante pared.

Por la pared comenzó a subir unas líneas, amarillo fosforescente, que dibujó toda aquella, hasta ahora invisible división, pudiéndose ver, por primera vez, la estructura en toda su extensión.

Aquellas líneas provenían de las manos de los que estaban atrapados del otro lado, e iban hacia lo alto, hasta llegar al techo del tren, retornando nuevamente hacia abajo, hasta las manos de los que estaban de este lado.

Los del otro lado iban desvaneciéndose, poco a poco, a modo de halo de luz que va perdiendo poco a poco su brillo. Mientras, los de este lado habían quedado en una especie de trance mental, con sus cuerpos estáticos y las manos pegadas aún a la pared. Sus ojos estaban muy abiertos y fijos, sin emitir ni un ligero parpadeo.

Entonces volvió a oírse la misma música, que ahora parecía más bien un chirrido. De nuevo, lo que comenzó como un pequeño ruido, se hizo ensordecedor.

Pero esta vez nadie se tapó los oídos, todos seguían en el mismo estado, a pesar de que todo el tren se movía, estremecido por aquel diabólico sonido. Sobre aquel ruido, esta vez no se interponían el de los gritos agonizante, sino el de metal aplastado.

Las paredes del tren vibraban de una manera totalmente ilógica, en un continuo ciclo de implosión y restauración que hacía ver aquella enorme mole, como una pequeña lata de refresco.

Sin embargo, ellos no se movían del lugar, como si la inercia fuera más que eso, casi un pegamento que los mantenía inmóviles e inmutables en torno a aquel fenómeno.

Todo quedó totalmente a oscuras.

La música volvió a escucharse, esta vez muy melodiosa. Fue bajando de volumen, poco a poco, hasta desaparecer.

Al mismo tiempo, el tren paró de vibrar, de moverse.

La luz se volvió a encender.

Las paredes del tren estaban perfectamente alineadas, como si jamás se hubieran movido de aquella extraña manera.

La lumínica pared había desparecido y con ella, aquellos que en el otro lado habían quedado atrapados.

Los de este lado salieron del trance, sólo para caer en otro. Se dirigieron con pasos lentos y robóticos, hacia la única puerta que pareció quedar funcional o quizás la única que dibujaban sus programados ojos.  Iban como fantasmas, como  en modo automático, como si en verdad no tuvieran almas, sino un programa predeterminado en la mente, que los hacía seguir ese camino.

La niña del lazo morado, sujetaba contra su pecho la tableta, aferrándose a ella, como si fuese lo único que le quedara. Y así era, pues su madre no estaba, había desaparecido de todo aquel panorama. Mientras iba hacia la puerta miraba, en la pantalla principal,  la foto de un chico, de unos 8 años. Aunque no lo reconocía, esta imagen le hizo derramar una gruesa lágrima que corrió por su mejilla, hasta su barbilla, y de ahí a la misma pantalla. La limpió con la manga de su abrigo y recordó a su madre. Suspiró de tristeza y se aferró aún más fuerte a aquel dispositivo digital, ya frente a la puerta, mientras esperaba que esta se abriera.

El chico de las trenzas yacía a un lado, recostado a uno de los bancos. De su mano sin vida sobresalía la botella de aquel líquido, ahora desparramado sobre el suelo. Su boca llena de una espuma blanquecino-amarillenta, totalmente abierta, se acompañaba de una mirada de pánico que, aún muerta, parecía querer transmitir algún siniestro mensaje y había quedado fijamente, apuntando a aquel sitio, donde había estado aquella pared hacía solo unos segundos.

El muchacho del suéter anaranjado, apretó la mano de la muchacha de la chaqueta plateada y le dio un beso en el dorso. Ella  le sonrió,  como aquella que una vez perdió, como si todo el amor del mundo le fuese regalado en aquella sonrisa. Sacó de su bolsillo una navaja y le cortó el cuello de extremo a extremo. Mientras tirado en el suelo agonizando, veía su sangre correr por las canaletas del piso, miró hacia el extremo de una de las columnas donde había un desteñido cartel.  “Se busca. Cuidado. Peligrosos y desequilibrados mentales”, era el anuncio debajo de la foto de aquella que creyó sería el reemplazo de su amor perdido y el novio, aquel mucho no que había desaparecido. Emitió el último suspiro antes de ver caer el cuerpo de su asesina, la muchacha de la chaqueta plateada, justo frente a él, con la garganta herida, por el mismo filo que lo tenía a las puertas de la muerte.

La niña del lazo morado miró hacia los lados, a los tres cadáveres que habían sobrevivido, como ella, a la surreal situación de aquel día. Tomó la navaja del suelo, que había caído justo a sus pies, y la encajó con rabia y toda su fuerza, en la pantalla de la tableta, hasta herir sus manos con la hoja cortante.

La bocina emitió la señal de arribo y la puerta se abrió. La niña del lazo morado salió, tan bien vestida y arreglada como había entrado. Afuera del tren, todo parecía igual, excepto ella, que tenía una cara afásica y pálida, cual espíritu errante.

Se limpió la mano ensangrentada con la falda y miró hacia lo alto, hacia algo que llamó enormemente su atención.

En la puerta de la estación de trenes, justo en la parte superior, había un enorme cartel que decía: “Cuidado con lo que deseas”





































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