martes, 21 de mayo de 2019

Un Coloso prestado


Reto
#LesTodes
#Reto7Maravillas











Al pasar aquel día por debajo de sus monumentales piernas, lo sentí. En verdad hacía algún tiempo que venía sintiendo esta cosquillita inespecífica cada vez que me acercaba. No era por el lugar en sí, ni atravesar esas monstruosas piernas (aunque sí daba un poco de miedo que el día menos pensado se cayera sobre nuestras cabezas), sino por algo más allá de su límite, algo que podría ocurrir al cruzar esa Y invertida.

El Coloso, que ya no estaba en Rodas, claro está, sino en La Ciudad Templada, se había mantenido íntegro por unos cuantos miles de años, sin la menor señal de deterioro. El día que lo trajeron parecía que solo duraría un par de décadas más. Los primeros movimientos tectónicos de aquel desastre que acabó sepultado su ciudad, habían empezado a agrietar el bronce, por las zonas más susceptibles marcadas por la corrosión del mar durante años. Pero ahí estaba, erguido y fuerte, absorbiendo nuestro radioactivo sol violeta, que casi nos extingue en tiempos pasados. El clima de la ciudad, que hacía honor a su nombre, lo había mantenido en perfectas condiciones y, por una serendipia de los científicos, tratando de reparar las partes dañadas, se manifestó el hecho de que la coraza que le pusieron al inicio para absorber la radiación solar, lo había renovado totalmente con el paso de los años.

Así que ahí estaba, el gran Coloso de la Ciudad Templada, resguardándonos de aquella energía que casi nos había extinguido. Pero los científicos habían descubierto algo más, que cuando el coloso se reparara por completo, la ciudad quedaría susceptible al manto letal de la radioactividad; era un coloso prestado por un tiempo limitado. Escogieron a unos cuantos que luego de varias pruebas genéticas evidenciaron ser los más preparados para la labor y nos lanzaron a una búsqueda que ya llevaba algunas eras.

Cada día la misma rutina, que aunque agotaba, era el único aliciente que teníamos para continuar creyendo en una solución. La profecía decía que el día en que se reintegrara la magia pura, el mundo volvería a surgir de las cenizas de la ola radioactiva. Éramos la última ciudad humana que quedaba; protectores creados por y para estos seres mágicos, que desde este cambio climático provocado por nosotros mismos, se habían extinguido. No habíamos encontrado nunca más a nuestros creadores y propósito de vida, ni tampoco, por ende, nuestra ansiada solución. Así que cada día nos llenábamos de esperanza, sacábamos fuerzas sobrenaturales y salíamos a nuestra misión.

El guía iba delante, como siempre. Nos formaba en dos largas filas de veinte personas cada una y frente a él entonábamos el Himno de los Mundos, que nos llenaba de las ganas casi extintas.

El gran portón de hoja doble se abría bajo los pies del coloso y ahí, inevitablemente, todos mirábamos hacia aquellas largas piernas, que eran lo que nos separaba del exterior, donde aún se encontraba la última pizca de magia y lo que nos recordaba nuestra historia pasada, haciéndonos caer en la realidad olvidada de que, a pesar de nuestro cambio de vida, aún éramos humanos; incluso pudiendo vivir tres siglos más que nuestros antecesores.

Ese día, rompimos fila y salimos, como siempre, dividiéndonos en 4 grupos, en dirección  los cuatro puntos cardinales. Los diez que integrábamos mi grupo, nos dirigimos a la zona sur; esta era la más caliente, así que necesitábamos ahorrar nuestros suministros de agua al máximo. Ninguna exploración al sur había sobrevivido; el clima tan caliente de esa zona había superado nuestra capacidad tecnológica una y otra vez, haciéndonos perecer en el intento. Pero yo no sentía temor, sino una inmensa emoción aventurera, que disparaba la esperanza hasta mi cúspide mental.

La delicada y resplandeciente arena flotante que cubría el desierto de la zona sur me sorprendió más de lo que esperaba. Los trajes de éter bromado adaptable, nos protegían del incendiario calor de esta arenilla–que no era más que el conjunto de partículas producto de la combustión del mismo suelo por las excesivas temperaturas y el ambiente altamente cargado de oxígeno–y la dispersaban de nuestro campo visual, permitiéndonos observar todo con claridad y penetrar a esta nueva atmósfera sin temor a morir incinerados. No tenía la disposición habitual de un desierto; la arena que se mantenía estática, formaba montículos inmensos que trazaban un camino laberíntico continuo que parecía infinito.

Tuve que tocarlos para cerciorarme de su consistencia; no podía creer que la arena formara montañas tan altas y resistentes. Efectivamente era arena, un tanto húmeda, como las de los castillitos de las playas, pero increíblemente endurecida al punto de resistir un impacto–cosa que comprobré estrellándome contra ella un par de veces, con todas las fuerzas de mi pesado cuerpo–sin desarticular ni un granito de su estructura.

No sé cuántos kilómetros recorrimos antes de salir de la zona arenosa. Lo que vimos al salir fue una planicie de suelo agrietado donde ya no había arena en la atmósfera, ni nada en una distancia humanamente recorrrible. En ese punto, donde estábamos seguros encontraríamos magia o al menos un momentáneo descanso más fresco, solo había un eterno vacío árido de 180 grados Celsius, con un incremento del nivel de oxígeno. A casi ninguno de nosotros le quedaba más de un sorbo de agua y un mínimo nivel de oxígeno respirable en nuestros trajes, así que el panorama fue la gota que activó la desesperación grupal en cadena que fue in crescendo y tuvo catastrófico final.

Uno tras otro, mis compañeros cayeron al suelo, desesperados por la asfixia. Se arrancaban el traje tratando de conseguir una pizca de oxígeno, aunque sabían que exponerse a la atmósfera los mataría. El sonido que emitían, que se oía como un eco por el sistema de comunicación, era terrorífico. Este jadeo me iba enloqueciendo, y aunque por un momento me sentí a salvo, sabía que mi caída era también inminente. La combinación entre una super acelarada oxidación orgánica y la combustión inmediata, creó a mi alrededor un círculo de muerte instantánea, que me sumió en una crisis de pánico. Habíamos hecho otro recorrido de solo ida, en busca de la salvación de los nuestros y de nosotros mismos. La esperanza se convirtió en una bola despeñada de estiércol.

Los dos segundos que siguieron a continuación sentí un chillido ensordecedor en el interior de mis oídos y perdí el equilibrio; todo comenzó a darme vueltas, mientras flashes de escotomas centelleantes y puntos ciegos se adueñaban de la poca visión que me quedaba. La última bocanada de aire hizo doler las costillas, y el corazón me dio un latigazo contra el centro del pecho. Sentí a lo lejos mi cabeza contra la arena, que esta vez se notaba blanda como una almohada de plumas. Dejé de sentir y de estar.

Entonces, un impulso esotérico salió desde el fondo de mi conciencia convirtiéndose en una inspiración que casi me quiebra en dos el cuerpo. Abrí los ojos y vi, vi de nuevo; respiraba, estaba vivo. Estaba vivo, pero sabía que había muerto; creo que es algo que no tiene explicación, solo se siente cuando has muerto y vuelto a la vida, como yo lo hice.

El cómo había vuelto a la vida era una cuestión que me anonadaba, pero el cómo podía estar vivo en el ambiente que veía a mi alrededor, era lo más desconcertante y absurdo. Mi cuerpo desnudo estaba envuelto en llamaradas de fuego, volutas y luces extrañas que arañaban mis ojos resucitados. Di más de diez vueltas de 360 grados sobre mis pies y en aquel espacio que aún no comprendía, donde solo estaba yo, no hallaba la fuente de aquella combustión.

Con una fuerza desconocida hasta el momento, que explotaba en mi interior y encendía mi alma, me lancé hacia lo alto. Volaba, volaba sobre el desierto que ahora empezaba a ver de nuevo con total claridad, a una velocidad con la que me identificaba, irreconocible, pero que sabía era mayor que cualquier cosa que pudiera alguien haber experimentado o tan siquiera visto.

Llegué a la zona norte, donde los cedros nevados se yerguen sobre las montañas de hielo negro. Tuve deseos de acariciar estas verdes hojas que el hielo jamás afectaba; lo hice, las toqué y acaricié, como siempre soñé hacer. Ahí supe lo que pasaba conmigo, con mi cuerpo, que ya no era el mismo, ni el mío, sino el de una criatura de cuentos de hadas o negras profecías.

No sabía si el sentimiento que me acogía era alegría o solo una fase maníaca que me impedía detenerme, pero alcé el vuelo lo más que pude, más y más alto cada vez. En un punto del espacio exterior donde podía ver al mundo entero, con sus detalles que aun lejos me parecían de tamaño normal, justo frente a mí, observé mi bella ciudad, con el gran Coloso en su puerta, que se habían vuelto casi invisible. El préstamo había caducado. No había rastros radioactivos ni otra huella de destrucción, más que pequeños puntos luminosos sobre nuevas áreas de la superficie de la Tierra, tal como ocurrió eones atrás, cuando surgieron las criaturas mágicas. "Nos hemos salvado, la magia ha regresado" gritaba mi conciencia con vehemencia, sin aún realizar en que era yo, un magnífico Fénix, la misma magia en sí, que había activado la secuencia de salvación de nuestro mundo.







No hay comentarios.:

Publicar un comentario