sábado, 11 de mayo de 2019

Experta en lágrimas

Relato Núm 1 del Taller letras y errores compartidos

Reseña:

En un ambiente de aquí y ahora, una mujer con un trabajo complejo (no tan bien visto socialmente), vive un día como otro cualquiera, con la rutina preestablecida que ha escogido por vida. Una alteración genética que en su mundo, lleno de tragedias internas, ha sido una bendición, le ha permitido sobrellevar los sinsabores de este caos cotidiano y absorber detalles especiales del mundo, que pocos logran.



Experta en lágrimas




El brillante sol sobre su rostro, que coincidió con las insistentes vibraciones del celular bajo la almohada, la hizo despertar. Un bostezo silente, estiramientos desordenados, la habitual contractura por hiper activar los músculos, y el salto fuera de la cama, completaron el ritual mañanero.

Se preparó el amargo café, que le hacía poner los pies en la tierra.

Ya estaba bien despierta y lista para enfrentar la aprendida casería de brujas                  (nombre que le había dado a su vorágine diaria). La vida le había puesto, desde hacía veinte años, en una patética situación que parecía no tener fin. Aunque en lo profundo de su ser, sabía que no era la vida ni el destino, sino ella, la propia causante de sus penurias.

Bajando la escalera, el mismo panorama: sus trasnochadoras compañeras, desparramadas por los escalones; alguna que otra expulsando sus demonios internos, en forma de vómito.

Aún se escapaba por ahí uno que otro gemido; era una suerte que no pudiese oírlos. Aquella magnífica diferencia, la había hecho sobrellevar mejor, estos y otros detalles amargos del mal llamado trabajo de la calle.

Llegó al mercadito de la esquina y después de repasarlo por enésima vez, tomó asiento al lado de su amigo guitarrista.

Mientras el sol se iba aproximando al cenit, se embebió en aquella musical experiencia, que casi ninguno de los que pasaban por ahí era capaz de notar. Absortos en sus propios mundos, eran aún más sordos que ella, al sonido perfecto que salía de aquella majestuosa caja de resonancia.

Cuatro horas pasaron antes de que su estómago reclamara la necesidad de combatir los jugos gástricos en aumento. Acarició a su amigo por el antebrazo y se despidió.

Niños saliendo de la media jornada del colegio, vendedores callejeros, el ruido en el edificio de la esquina, que llevaba más de 8 meses en construcción, y la algarabía de los carros de transporte público, le rodeaban por todos lados. Toda esa energía concentrada en un silencio absoluto, que solo era roto por sus flashes de pensamientos, sobre vidas propias y ajenas, pasadas, soñadas y disueltas una y otra vez.

Su amiga, la cocinera del puesto de frituras, le tenía preparado su manjar repleto de grasas trans y mucho picante. El café y el picante le daban el toque adecuado a sus sentidos, para aún en medio del inaguantable calor, reparar en la belleza de su barrio derruido por los años, que no había podido dejar atrás. 

Se sentó a la sombra de la cafetería ambulante y le explicó al padre de la cocinera cómo había sido su noche. El viejo entendía la mitad de las cosas, pero igual aparentaba que las entendía todas. Así que esperó a que ella se desahogara y le dio sus opiniones, tan certeras como disímiles, pues con el trasfondo de la intención de guiarla hacía otro camino, le daba algunos consejos, que incluso con su vasta experiencia no había llegado a abordar. Por alguna razón, ese viejito parecía saber más de su estilo de vida, que ella misma.

Esas eran las tres únicas personas con las que rozaba su alma cada día. Haber llegado a 38 años, en un espacio relacional tan pequeño, era deprimente, pero ella lo había escogido. A veces no recordaba cómo había renunciado a sus sueños, ahora sin importancia, pero sabía que no podía culpar a nadie más que a ella misma. Incluso la desequilibrada sociedad, con toda la supuesta injusticia que dan las diferencias sociales, quedaba impune ante los delitos humanos autoinflingidos.

A las cuatro de la tarde, el viejito se fue y la dejó bajo el calor más insoportable, que es el de esa hora, y no el de la mañana, como muchos creen. Se sintió sola, pero sabía que aquel anciano debía regresar a cuidar de sus nietos mientras su hija terminaba la jornada; tenía una vida.

Dos horas más pasaron, antes de ver al sol perderse bajo el muro del Malecón. Se paró sobre él, extendiendo los brazos como ave a punto de alzar vuelo. Lanzó un grito que se estranguló en su garganta, y se bajó de un salto que le hizo activar plenamente sus sentidos, prestos para la jornada laboral.

Camino a su cuevita, repasó nuevamente la rutina que haría esta noche. Siempre planeaba algo nuevo.  Movimientos perfeccionados con los años, y ese suertudo trastorno auditivo resecivo, la hacía la mejor experta en BDSM de la zona.

Se metió en la ducha, tratando de expiar los pecados que volvería a cometer esa noche, con el profuso chorro de agua que casi le quemaba la piel. Pero como siempre, terminó canalizando su estrés mediante un corto, intenso y sufrido orgasmo, cuya escena final fue un esbozo de lágrima, que ni siquiera fue capaz de hacer brotar.

Escogió el conjunto azul de ropa interior para esta ocasión, lo combinó con el mejor maquillaje y se puso la peluca rojo vibrante, que formaba parte de la colección de disfraces exclusivos. Y ahí, entre la mejor seda carmesí que daba a costear su bolsillo, se dispuso a esperar a su cliente. 

Mientras esperaba que pasaran los siguientes cuarenta y cinco minutos, su estómago volvió a hacer estragos, pero nunca comía antes de la faena. Así que se preparó un trago de la cerveza más fría, que sabía que se inflaría como una gran hogaza de pan, y la mantendría sin la más mínima sensación de hambre hasta el final, ya de paso con la dosis de alcohol adecuada para aguantar el mal trago subsiguiente.

Llegó el caballero, desahogó sus frustraciones, penas, o simplemente una básica necesidad carnal que algunos llaman enfermiza. Su cuerpo, blanco seguro y perfecto para la planeada sesión sadomasoquista, se alimentó de un bocado jamás deseado, demasiadas veces saboreando, mientras tarareaba en su mente la canción de su amigo guitarrista, al ritmo de una verdadera lágrima.

Ciento ochenta minutos pasaron antes de ver el pago encima de la mesita de noche, y la silueta del hombre, al que no había visto apenas la cara, se perdió por la puerta, solo iluminada por el bombillo rojo del balcón.

Vio la Luna llena a través de la pequeña rendija de la ventana, encendió un tabaco y se echó en la cama.



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