domingo, 2 de diciembre de 2018

Cien alas dormidas

Ahí se estaba mejor, más cómodo, más tranquilo. Afuera todo era demasiado estresante; más ruido, más violencia en general, más información que recepcionar y más retroalimentación que procesar. En fin, más energía perdida. Pero ahí, dentro de ese apretado mundo (por así decirlo), todo estaba mejor.

No sabía definir bien cuanto tiempo había estado ahí; quizás meses, días o años. Había visto ir y venir gente, por delante de él, por los costados, por detrás (aunque no podía voltearse bien para verlos, sabía que estaban, a veces,a sus espaldas).

Algunos lo miraban, y se quedaban observándolo mucho tiempo. Incluso a veces le parecían tontos por quedarse mirando un punto fijo, así, sin explicación; bueno, algunos sí que tenían cara de tontos. Estos, a pesar del aspecto idiótico, le hacían pasar buenos ratos, porque se entretenía observando sus rasgos faciales y hasta se reía de ellos. En ocasiones se reía a carcajadas, y a toda voz; era una suerte que pudiese hacerlo sin que ellos ni siquiera lo notaran. La mejor parte era cuando sus pupilas se dilataban y un fino hilito de baba corría por sus bocas, abiertas estúpidamente. ¡Jaaaa, eso sí que le causaba gracia! Pero al mismo tiempo era triste, muy triste, saber que en esta época existía aún gente tan fronteriza.

Había otros que le daban un poco de miedo; a estos no quería verlos nunca, y a veces cerraba los ojos, apretándolos fuertemente, para no ver sus pétreos ojos, clavados en los suyos propios. Tenían ojos rojos y tenebrosos, como los vampiros esos, de los cuentos de terror que había escuchado, o de la gente que esta super high en medio de uno de esos psicodélicos "viajes". Pero de vez en cuando los miraba, al menos el resto del cuerpo, no ya sus espeluznantes rostros. Eran cuerpos con aspecto hosco y hasta grotesco en ocasiones. A veces eran personas muy sucias y desaliñadas, y otras, un poco más clásicas y arregladas. Pero en fin, le impregnaban de miedo, porque al igual que aquellos babosos irrisorios, se le quedaban mirando fijamente, con la diferencia de que, al hacerlo, parecía que querían taladrar su cerebro, con todas las malévolos ideas que guardaban los suyos. A lo mejor eran personas buenas, pero no lo parecían, y la apariencia es muy importante en la vida; ya lo dice el dicho: "un gesto vale más que mil palabras", y eso no era un gesto, sino toda la postura corporal, que es en sí un mega gesto.

Pero había unos que eran los que más odiaba; esos que llenos de pulcredad, y con actitudes circunspectas, lo miraban "por encima del hombro", como si el simple hecho de mirarlo, implicara un acto denigrante y sucio. Tenían vestimentas finas y perfectamente elaboradas, y los cabellos estirados, con cada pelo colocado casi ex profesamente. Pero lo más asombroso eran sus ojos, vacíos totalmente; apenas perceptibles por las actitudes falsamente elegantes que adquirían. De alguna manera emanaban un cinismo que era parte de sus personalidades y esto, simplemente, le daba asco psicológico.

Hasta que llegó él. No era como los demás, se vestía de modo casual, pero sin llegar a lo vulgar, y aún mantenía una pulcritud natural, como la de los niños recién bañados. No podía olerlo, pero debía oler a lavanda o jazmín, seguramente; ese es el olor más puro y fascinante (no dulce ni amargamente fuerte, sino eso, olor a limpio, y ya). Su postura era desenfadada. Con una pequeña "tableta" en la mano, le daba vueltas y vueltas (más de 20 pudo contar). Pero sus ojos eran, sin dudas, lo más asombroso, no por el vacío de aquellos otros, sino todo lo contrario; por algo que los llenaba casi a punto de hacer explotar sus cuencas. ¡Nunca había visto ojos como aquellos! Los ojos siempre eran la guía que le daba la medida exacta de la persona, y el sentimiento justo hacia ellos. Pero estos ojos, eran demasiado peculiares. No es que fueran anormales en tamaño y forma, sino que el brillo, la escencia de la mirada, era diferente. Había algo nuevo y maravilloso en ellos; una mezcla de curiosidad y humildad, con una pequeña pizca de nobleza que, a pesar de notarse, no le restaba naturalidad. Hasta podría jurar haber visto amor en ellos.

Era lo más interesante que había visto hasta el momento, y eran muchos los que habían desfilado por su alrededor. Una personalidad única y magnífica que deseaba explorar y decubrir. ¡Si tan solo pudiera! Pero no, no podía, era imposible. No entendía porqué, pero sabía que debía permanecer ahí, apretadito en aquella pequeñita habitación. Duró un poco menos que las visitas de los idiotas, y más que las de los falsos letrados. Así como llegó aquel momento maravilloso del primer encuentro, se fue.

Sus pasos se perdieron por el larguísimo pasillo, entre el mar de gente y cosas, que llenaban el lugar. Quería gritarle que se detuviera, que no se fuera, que no había sido suficiente aquel tiempo para conocerlo y aspirar más de su escencia. Que necesitaba entender ese brillo que vio en sus ojos. ¡Si tan solo pudiera! Pero no, era imposible, aún no.

Solo pudo conformarse con el fantástico halo de colores, (ultra invisibles para el resto de la gente) que dejó su presencia en su espacio, ahora vacío.

Así pasaron varios días, meses, cambios externos, a su alrededor, en el mundo que lo rodeaba, y cambios en él mismo, que no entendía.

Vino y se fue más gente, cada día; alguna diferente, y también la misma que acudía una y otra vez, obstinada e insistentementemente, a visitarlo.

Sí, la letanía evolutiva de todo su alrededor no variaba mucho, pero él sí. Cambió de muchas formas, físicas y psicológicas, pero lo que más cambió fue su sistema límbico. Y es que, por primera vez, sentía algo nunca antes experimentado; un nuevo sentimiento se formó en él. Al principio no sabía qué era; tampoco lo supo después. Ni siquiera lo entendió cuando aquel inesperado día, lo vio repentinamente, justo delante de él, en el mismo lugar de ese tiempo atrás, reproduciendo la imagen que vivía en sus recuerdos, la que lo hizo cambiar extrañamente.

Ahí estaba de nuevo. La misma escencia, la misma presencia, todo él; hasta con la misma ropa (cosa que le pareció extremadamente rara). Recordó que también aquella gente asidua, traía siempre la misma ropa (más extraño aún). Pero eso no importó, sino verlo nuevamente. ¿Descubriría al fin de que se trataba toda esta nueva sensación? ¿Podría finalmente darle nombre a aquel sentimiento? Las respuestas a estas y otras muchas preguntas, podrían ser positivas o negativas, pero lo más importante era, en sí, verlo de nuevo.

Y esta vez se acercó, tratando de tocarlo, y justo en el preciso momento en que también él trato de extender su mano hacia afuera (aunque supiera que no podría), ocurrió todo un cataclismo.

Todo tembló, como un terremoto, (el más intenso le pareció). Se sintió dar millones de vueltas, con todo y todos girando a su alrededor.

Sin embargo, los veía impávidos y hasta felices, complacidos, expectantemente emocionados. No entendía nada. ¿El mundo se partía y solo él lo sentía, o es que todos estaban locos menos él?

Entre todo ese movimiento catastrófico, trató de hallarlo, con el fin de encontrar algo de calma, y con la segunda intención de ver si también él se añadía a esta inamovible actitud anormal de todas aquellas personas.

Lo veía por ocasiones, pero demasiado borroso por tanta agitación. Se le perdía de nuevo de su campo visual, entre toda aquella gente que daba vueltas, con la característica actitud de una "estatua viviente", que aún no recibe el estímulo monetario para un cambio asombroso de posición.

Entonces se dio cuenta de el mundo no se movía; no había ningún desastre climático o inexplicable, no había agitación alguna. Era él quien se movía dentro de aquel claustro, que se batía extrañamente con movimientos casi convulsivantes.

No solo eso, sino que algo salido de su cuerpo, que aún no lograba reconocer ciertamente como propio, era la causa de este temblor que parecía sin final. Y se sintió grande, inmenso. Sentía que su mente estaba a punto de tener un colapso de dismorfismo psicológico.

El habitáculo se abrió, y al fin pudo salir. Y salió como una flecha, disparado hacia el techo. De ahí rebotó hacia las paredes cercanas y volvió, de nuevo como una flecha, hacia abajo.

Entonces supo qué era aquello que le hacía dar tantos tropezones a esa altura. Eran alas, inmensas; azules y rojas, negras y blancas, y de todos los colores conocidos e inexistentes hasta el momento. Cien alas le hacían dar tumbos, volando descontroladamente, de un lado a otro; del techo al suelo, de vuelta a lo alto, a las paredes y nuevamente hacia abajo, chocando una y otra vez contra la multitud.

Y  vio, entre aquel cúmulo de personas, a la única que realmente le inportaba. No estaba aterrado como unos, asombrado como muchos, o con vil malicia curiosa, como otros. Tenía lágrimas en los ojos, y un rostro pálido, que reflejaba una verdadera angustia. No era la angustia propia de la pena ajena, sino la que se siente cuando se sabe que algo horroroso está por suceder y la de un pesar profundo y personal.

Se detuvo, a lo alto, en el punto más alto de aquel mausoleo de cristal, y pudo por primera vez, ordenar a sus alas que controlaran el vuelo justo ahí, manteniéndose algunos segundos en ese lugar. Miró nuevamente aquel rostro que tanto anheló volver a ver. Esta vez observó como éste se inclinaba a recoger los pedazos cercanos, que quedaron, desparramados por el suelo, del estrecho ambiente que lo había acogido durante tanto tiempo. Los enrrolló lo mejor que pudo, y los apretujó contra su pecho.

El resto de las personas, (ya  todos reflejando una perfecta idiocia) lo miraban estupefactos, fijamente, como quien no quiere perder el hilo de una función, filme, escena en genereal.

Miró hacia afuera, hacia afuera del mausoleo, y vio un mundo diferente al que tenía en sus recuerdos ¿Acaso eran ciertos sus recuerdos? ¿Cómo podría saberlo, si había vivido toda la vida en aquel huevo blando cuyos pedazos, aquel ser especial, seguía apretando más y más contra su pecho?

Sintió un furor anormal, desde lo más profundo de su ser, algo que no entendía, pero parecía formar parte de su personalidad; algo oculto que jamás antes había sentido. De alguna manera, supo que era un dragón. Insufló sus pulmones lo más que pudo y se dispuso a arremeter contra todas esas insensatas e inútiles personas, con todo el fuego que pudiera albergar en su interior.

Pero no salió más que un escupitajo violáceo, que atravesó el suelo, perforándolo como un químico altamente corrosivo. Salpicó a varias personas, quemándolos gravemen. Al resto pareció no importarles. Aplaudían eufóricamente, a pesar de los heridos a su alrededor.

No entendía nada. Hasta que se vio reflejado en la pared de cristal esmerilado. No era un dragón, sino una mariposa, una fea y negra mariposa con ojos amarillos y tristes, que solo brillaba a expensas de esas cien maravillosas, espléndidas alas.

Esta vez volvió a mirar hacia abajo, pero no hacia él, sino hacia todos los demás receptáculos extraños que se encontraban dispersos por la inmensa habitación. Ovoides, cilíndricos, poliédricos, planos como un CD, capsulares, en forma de cámara hiperbárica; en fin, miles de habitáculos, con un polimorfismo sorprendente. Pero todos tenían algo en común, eran inmensos, como el suyo, que ahora se hallaba roto y disperso por el suelo.

Aquello que recogió el otro, no eran pedazos de cascarón, sino restos de su manta de crisálida, y todo aquel tiempo, que no habían sido más que unas horas, había sido solo uno más de los especímenes de aquel museo de especies genéticamente alteradas.

Sabía qué debía hacer. Sentía un dolor inmenso por no poder llegar conocerlo más, no tenía tiempo; pero, como siempre, el instinto de supervivencia prevaleció.

Lanzó otro escupitajo, lo más grande que pudo. La pared se perforó, dejando un agujero por el que voló hacia afuera, a la velocidad de un cohete.

Voló alto y seguro; voló por sobre aquel mausoleo, que flotaba sobre las nubes. Vio la tiera, por primera vez, a kilómetros de distancia. No era tan verde como recordaba.

Y lo vio a él, antes de perderse por la inmensidad de aquel mundo que comenzaría a explorar. Al fin era libre, y su creador ya no lloraba de tristeza, sino de alegría. No le importaba su cuerpo quemado por aquel ácido mortal, sino que su hijo, no de sangre, pero sí de corazón, pudiera, al fin, vivir.




No hay comentarios.:

Publicar un comentario