lunes, 17 de diciembre de 2018

El asesino de los siglos

Cogió laptop, esperanzado en encontrar a la musa despierta esta vez. ¡Llevaba tanto tiempo esperando escribir su gran obra! Había intentado empezar esta novela miles de veces. Escribió millones de palabras; cuerdas, estúpidas, incompletas, verdaderas e irracionales; y todas ellas, (pedazos de intentos), fueron justo al mismo lugar, el fondo del cesto de basura, justo al lado de su mesa de escritorio.

Abrió la tapa y no se encendió. Trató por todos los medios de que que el equipo reaccionara. A pesar de los avances tecnológicos, aún conservaba aquel modelo de antaño, que un día se encontró en una feria de liquidación. Ya nadie tenía estos pensamientos supersticiosos, pero él sí; él aún pensaba que "el mejor escritor debe tener un mecanismo del pasado, para poder hacer las mejores letras futuras". Esta frase se le había colado en su pensamiento, desde la Facultad de  Biología, aquel día en que fueron a captar talentos para el Periódico Digital de Ciencias. Fue ahí donde entendió, que su verdadera vocación no era el estudio activo de los seres vivos, sino el del propio pensamiento, la tarea pasiva (y sin embargo más detonante y enérgica que había) de, estando sentado, crear todo lo imaginable e inimaginable.

Pues había escrito muchas cosas, pero esa novela, "la novela de su vida" (como decía uno de los escritores del pasado, de alguna tierra lejana), tenía que ser hecha según las normas; debía ser perfecta.

Y el día en que encontró aquella maquinita, supo que estaba preparado para empezarla. Pero no fue así, aquella bravía decisión fue frustrada cientos de veces, por ideas que morían, apenas empezando a "pujar".

Pero esta vez no fue la inquieta musa quien se rebeló, sino la misma máquina.

Tocó todos los botones e hizo todo lo que se le ocurrió para que ésta despertara y se prendiera de una vez. Movió el dedo (varios dedos) de un lado a otro, por la pantalla táctil, y no funcionó. Golpecitos, limpieza profunda del la grasa acumulada, aspiración del polvo entre las teclas, calor para destruir cualquier tipo de humedad que hubiese, reseteo, interrupción momentánea del flujo energético, nueva conexión; nada funcionó.

Entonces vio un reflejo. No era la luz digital activada, sino uno sobre el fondo negro apagado.

Era una imagen antropomorfa que se mantenía estática y perfectamente manifiesta.

Se giró asustado, con el salto del estómago característico de la más agresiva situación de miedo.

Ahí estaba, justo a dos metros; no solo era un reflejo en la pantalla, sino una real, en su mismo espacio y tiempo, justo en la habitación.

Se quedó paralizado, viendo como aquella fantasmal imagen se acercaba lentamente, semejando una secuencia en cámara lenta, pero llena de fósfenos a su alrededor.

A pesar de que la habitación estaba iluminada, solo con una tenue luz amarilla incandescente, se dio cuenta de quien era. Era él mismo, pero se veía un poco más joven, y de otro color, entre púrpura y anaranjado.

Se frotó los ojos pensando que quizás estaba alucinando, pero la imagen no desapareció. ¡Parecía tan real! Sin embargo, no lo era, no podía serlo.

Seguía acercándose, ya estaba ahí. Lo tocó y en el mismo instante sintió a ese ente atravesar su cuerpo, fundiéndose con sus células, formando miles de conexiones cerebrales nuevas.

Entonces comenzó a escribir, no el primer capítulo de su opera prima, sino una declaración de culpabilidad, por mucho tiempo oculta.

Tuvo un trance. Aquella horrorosa historia llenó seis páginas, en solo 10 minutos. ¡Quién hubiese sabido que escribir un capítulo fuese tan fácil! Las palabras, que habían dormido durante tantos tiempo, fluyeron tan fácilmente, que no parecían provenir de él. Y no lo hacían en verdad, sino que nacían de un ser interior, que solo usaba sus manos como herramienta del trabajo de redacción.

Al terminar el capítulo, sintió una corriente de energía que salió de su cuerpo y sus ojos se clavaron en la última frase: "por eso la maté".

Se sintió vacío y presa de pánico, pues sentía que aquello no era un mero cuento; tantos detalles no podían ser ficticios. Recordaba haber estado, dentro de su conciencia, observando aquella otra que se apoderó de su fuerza muscular para escribir aquel macabro relato, que parecía tener aún más piezas oscuras inconclusas.

Cerró de un golpe la máquina y se llevó las manos a la cabeza (el gesto típico de desesperación). Justo ahí tuvo otro vago recuerdo, pero más real; un deja vu (por así decirlo), de haber escrito eso mismo, pero en otro tiempo y espacio diferentes.

Aquella insólita situación fue in crescendo. Sin saber cómo no porqué, se paró y caminó automáticamente, hacia el librero. Sus ojos se  fijaron en una sección específica. Tumbó de una tirón, uno de los libros de la primera fila del último anaquel de la izquierda y vio detrás, un color que ya había visto antes, hacía solo unos 15 minutos. Aquel color púrpura -anaranjado actuaba como un imán para sus manos, que fueron directo a tomar aquel libro, impregnado de ese, casi lumínico color.

Lo tomó casi temblando. No pudo sostenerlo por mucho tiempo entre las manos; un descontrolado flutter cardíaco lo hizo caer ante sus pies. Se abrió justo en una página ilustrada, que lo hizo palidecer al instante. ¿Cómo podía ser su rostro el que se veía en aquel dibujo a carboncillo? Mas sí, era él; aun envuelto en aquellos antiquísimos ropajes, que dejaban ver un minúsculo pedazo de cara apenas reconocible, podía ver  su propia imagen.

Por los trazos, aquel dibujo parecía tener más de 300 años.

No había lógica para verse, a sí mismo, en un libro de más de tres siglos. No le era extraña la archiconocida frase: "todos tenemos un doble", pero no había oído nunca que este hecho pudiese traspasar siglos.

Entonces lo acercó nuevamente y miró la imagen con más atención. Al pie había una oración: "Por eso la maté" fue la última frase del Asesino de los Siglos, antes de ser dado de baja por el pelotón de fusilamiento de Napoleón.
-¿Napoleón Bonaparte, ese Napoleón?- gritaba su conciencia incrédula y atónita ante este fragmento de reseña, que continuaba en la página siguiente.

Se sentó con más calma (aunque aún sorprendido) y leyó con detenimiento la historia de aquel doble suyo, al que le adjudicaron millones de crímenes.

Pero había un detalle, el más sorprendente; este hombre proclamaba que todos y cada uno de sus asesinatos, habían sido a través de saltos en el tiempo.

Solo era un resumen de la historia, lo que figuraba en aquel libro cuyo título, haciendo bastante esfuerzo, se entendía como: "Asesinos paranormales".

Decidió que debía encontrar la explicación a toda esa trama de suspenso que, en menos de una hora, se había adueñado de su futuro inmediato. Así que regresó a la Laptop, y buscó toda la información disponible, relacionada sobre el tema. Lo que encontró fue más asombroso, la misma cara, su cara (está de más decirlo), se repetía en aquellos crímenes del 1700, por los que fue fusilado, y en otros del siglo XIX y XX.

Entendió que aquello, impregnado de pura ilógica, estaba, sin embargo, lleno de pruebas claras e innegables.

Para entender esta compleja trama, y librarse de su angustia, debía buscar a la única persona que podía aclarar todo el embrollo. La escritora de aquella reseña, debía saber con exactitud, la historia completa, lo que necesitaba para aclarar toda esa fantasía que, sin embargo, estaba repleta de detalles reales.

Así que salió en su búsqueda. Pero había un elemento importante; el resultado de la Web indicaba que se encontraba internada en un hospital psiquiátrico, con diagnóstico impreciso y pronóstico reservado, por el momento. Mas no había de otra, tenía que intentar hablar con ella.

Le costó mucho trabajo encontrar aquel hospital; estaba en un intrincado paraje rural que jamás había transitado. Era tan espeluznante como cualquier escena de terror, que tuviera una institución como esta de protagonista. Ya dentro, no le fue difícil encontrarla; el asistente de la puerta la señaló con el dedo desde que dijo las primeras palabras descriptivas (el artículo la había apodado "la escritora loca" desde el momento de su ingreso).

Ahí estaba, justo al lado de un gran librero en la sala principal. Era todo lo contrario a lo que hubiese esperado; una mujer hermosa, demasiado radiante para su edad, muy arreglada y coqueta. Habían pasado más de 50 años de aquel artículo y ella no parecía tener más de 35. Pero si actitud era el clásico reflejo de una consolidada enajenación mental.

Se acercó algo temeroso, pero con una incontenible atracción. Solo fue tocarla y, con el primer escalofrío que le inundó hasta la última molécula de su cuerpo, le estalló una avalancha de recuerdos. Sus ojos casi explotaron, del cúmulo de lágrimas que ni siquiera sabía que era capaz de crear. Su mente arrojó flashes, que ya no emergían como simples recuerdos, sino que lo transportaron hacia tiempos remotos. Décadas, siglos, pasaron ante sus ojos, en forma de alucinaciones visuales perfectamente vívidas.

Se vio vestido de Dandy, abrazando el cuerpo sin vida, de una niña hermosa, de pelo rizo, más amarillo que el mismo sol. Lloraba a borbotones y gritaba, gritaba tan alto que su garganta y sus cuerdas vocales debían estar a punto de colapsar y partirse en pedazos.

Y justo a punto de estallar de agonía, se vio nuevamente, pero esta vez vestido de Hippie, de esos realmente felices, que andaban abogando por la paz que, lastimosamente, solo ellos encontraban. Ahí estaba, el mismo grito mudo y aquella hermosa niña, yaciendo entre sus brazos.

Justo antes de emitir un suspiro ancho y pleno, que le acercaba a la conformidad de esa muerte que aún no reconocía, la escena volvió a cambiar. El mismo lugar y otra vez él, esta vez con un jean elástico apretado (de esos llamados "pantalones tubo"), y una franela con "cuello V". La misma niña, inerte, sin el más mínimo hálito de vida.

Nueva fuga panorámica. Esta vez, con el cambio de escenario, lo entendió todo. Con aquella casaca y peluca blanca, viendo su cuerpo perforado por más de veinte sitios, y entre el humo de los rabiosos mosquetes, la vio nuevamente. Era su pequeña, su niña de hermosos rizos dorados, opacada por su propia mano, justo en el siglo XVIII. Luego de tantos intentos por salvarla, de tantos siglos recorridos una y otra vez, detuvo él mismo su vida, antes de que muriese de nuevo en otras manos.

Viendo su menudo cuerpecito, en aquel ataúd, a treinta pies de distancia, y justo antes de palpitar por última vez, dejó caer de su mano el arrugado papel ensangrentado y tuvo tiempo de musitar: "por eso la maté".

Entonces volvió a su realidad del siglo XXII y vio a su niña. Con 33 años (solo tres más que él), le sonrió y se tiró a sus brazos, con un llanto profuso y liberador.

Había esperado toda la vida por que él despertara, como lo hizo ella 5 décadas atrás. No estaba loca; él no la había matado, no realmente. Todo era parte de un simple plan de rescate, elaborado por su "yo" del XLII.

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