sábado, 3 de noviembre de 2018

El trato

Lo más probable es que Hipócrates no hubiese estado de acuerdo con sus acciones. Pero a pesar de todo, muy en su interior, algo le decía que aún conservaba el primum non nocere intacto en su proceder.

No llevaba la cuenta de la cantidad de víctimas que había cobrado, pero debían ser alrededor de 500, sí, más de 500 habían sido. Esa cifra tampoco le parecía muy numerosa ni relevante; de hecho, eran demasiado pocas para su meta. El propósito que tenía era de un nivel de importancia superior, con dimensiones numéricas igual de colosales, que estaban solo al inicio del recorrido. Muchos ceros tendrían que agregarse a ese pequeño número contabilizado hasta el momento.

Pero, definitivamente, ni siquiera Galeno, con todas las locuras y transgresiones de límites, propios de su época, hubiese dado permiso consciente para tales actos.

Siempre empezaba con la notable incisión en T, esa que va desde la mitad de cada clavícula, hasta el centro del esternón, para luego continuar rajando la carne, hasta el apéndice xifoide, y de ahí, bajando por el grueso abdomen, hasta la misma cúspide del pubis.

¡Se sentía tan a gusto en sus oídos, el crujido de la piel, una vez eliminada la solución de continuidad del tejido, por el más agudo filo cortante de la hoja de bisturí !Era música vigorosamente celestial a sus sentidos.

Ahí empezaba el trance, aquel donde su mente se estacionaba en el magnífico espacio donde solo existía aquel cuerpo frente a ella. Ese cuerpo livido, perfectamente inerte, y ella, en una sala llena de cosas que desaparecían en ese litoral mental.

Ese delicioso estímulo auditivo, continuaba con el efecto de la borboteante y aún caliente sangre, luchando por salir por la perfectamente delineada herida.

Y, justo ahí, terminaba el preludio de la obra, empezando a sentir, en cada gota que salía, los latidos del cuerpo aún con el alma viva.

Tantos cuerpos, tantas víctimas para satisfacer una idea obsesiva que, ya a estas alturas de su vida, no tenía remedio más que, quizás, el encierro de su ente victimario.

No recordaba muy bien como había comenzado aquel proceso psicótico, tan siquiera podía recordar su primer caso, pero lo cierto es que, de alguna manera, a raíz de este desequilibrio mental, había hallado su verdadero porqué.

No era un mero deseo, sino que sentía que este era su propósito en la cadena evolutiva de la existencia del mundo. Realmente había llegado a comprender que estaba haciendo algo pro desarrollo, a favor incluso de la propia humanidad, cambiando el futuro de la historia.

No importaba cuantas bajas hubiese, la lógica de su cabeza la llevaba a pensar que todo aquello era suficientemente racional. - ¡Los locos son ellos, todos los demás, el resto, todo el mundo, que no se atreven a emprender el recorrido hacia su destino! - era una de las tantas frases que le venían a la mente en sus soliloquios de auto condescendencia y auto consuelo.

El resto del recorrido era más neutral. La extracción del bloque de órganos amainaba un poco la euforia, haciendo un cómodo passaggio hacia la parte más extensa de la obra. La técnica de Letulle era, por tanto, su preferida; le permitía ver el espléndido interior de lo que somos, antes de ser esa nada que se convierte,en el punto final de nuestras vidas, en nada más que putrefacción desdeñada y sin sentido.

El desarrollo, a partir de aquí, seguía  pulsátil, pero constante, en una meseta de emociones que le permitía llegar a la excelencia.

La respiración se apasiguaba y, aun con las pupilas dilatadas y la circulación recorriendo velozmente su cuerpo, de norte a sur, en constantes ciclos, lograba, meticulosamente, concentrarse en lo más imporrante. No era fácil obviar toda aquella proyección visceral, pero el tiempo le había enseñado las técnicas adecuadas, no muy diferentes al tan conocido métodos Stanislavski.

O sea, que al final si era algo superior e importante su labor, pues era una obra de arte, y no hay nada más importante que la huella de una obra de arte, porque es la evidencia que deja el ser humano en un período de tiempo específico , el reflejo de lo que somos en cuerpo y alma.

Entonces se activaba el más fino de los sentidos, y comenzaba a entrar por cada uno de sus receptores olfatorios, el embriagador olor sui generis de la putrefacción naciente.

Cada órgano que separaba de su grupo, se percibía como un lamento adictivo, que llegaba a su interior, hecho de la perfecta mezcla de los ya totalmente activados sentidos. Entre el calor de la sangre y la imagen visual de su ensueño, se traslocaba la explosión de las uniones celulares entre una fragancia embriagadora.

Sentir la energía de cada uno de aquellos órganos, dispersándose por la mesa, por toda la habitación distorsionada aún, traspasando a todas y cada una de sus propias células, era la droga más intensa y efectiva que jamás alguien podría probar. Ese pensamiento la llenaba, sumiéndola en el éxtasis más agobiantemente deseado.

Sentía que cada proceso metabólico aún activo en esas celulas , se hundía con los de cada unos de sus propios órganos.

Era una simbiosis perfecta, una mezcla de ambas fisiológicas que, estando separadas por las barreras físicas de los límites de espacio entre cada uno de los cuerpos y del mundo de los vivos y los muertos, funcionaba equilibradamente, a un mismo compás.

Una mezcla de la realidad que los otros veían, y el mundo creado por su mente durante este proceso, era la escena ideal para su trabajo, que ni siquiera era eso, sino unas eternas vacaciones en la más perfecta onírica sinfonía.

Los cortes eran finos y precisos. Cada uno parecía estar medido por una mano mágica, su mano, que de alguna manera se había hecho tan certera como la flecha de Guillermo Tell.

Con cada uno, se desgarraba no solo la anatomía normal de los tejidos, sino sus miedos e inseguridades. La fusión de todos los sentidos, le permitía ver cada detalle histológico, que no solo le llegaba al centro de su pensamiento como una simple lámina microscópica, sino como estímulos eléctricos y químicos que le enaltecían las cualidades dormidas, e incluso generaba otras inexistentes hasta ese momento.

Era casi una metamorfosis psíquica interna, extraña pero deliciosa. Agudizaba sus pensamientos, modificando su conducta más allá de la sala. Eso lo sabía muy bien pues, con cada dosis, cada estancia forense, salía un ser diferente de aquella lugar.

Es por eso que no había parado, y no pararía jamas, si dependiera de ella. Aquello no era una simple droga, una adicción de libros. Tampoco era una status mental aberrante fácil de controlar, dado por ideas delirantes de megalomanía por la creencia de que la vida la hacía obrar así por un destino inevitable que debía enfrentar. Era más que eso, estaba más que probado, según sus cálculos, ya más de 500 veces, que después de cada cuerpo profanado, su personalidad cambiaba, para bien. Cada vida, cada cuerpo que se llevaba, la hacia más hábil.

Al principio tuvo miedo, creyó que estaba loca sin remedio. En muchas ocasiones se autoflageló, tratando de expiar el pecado más grande que jamás creyó llegar a cometer.

Pero el tiempo cura todo y deja pasar todo, hasta los auto reproches; y así también pasó su sentimiento de culpa. Llegó el punto en que ya no le dolió, y no solo eso, sino que le gustó, le gustó y se convirtió en una necesidad.

A estas alturas, ya no era una necesidad, sino que su mente se había adherido a la idea de que la muerte de aquellos, era necesaria para mantener su propia existencia.

La mesa de Morgagni, como un espejo, era el mudo testigo y reflejo de su atrocidad. Tan fría como un témpano de hielo, contrastando con la temperatura de aquel cuerpo que yacía sobre ella, servía de receptáculo de desechos orgánicos y psicológicos que rodaban desde ella (al deshacerse de sus penas y remordimientos, en aquel fabuloso arrebato), hastan las canaletas laterales que desembocaban en el drenaje común.


En ese momento sonó el estrepitoso timbre, resonando en todas las paredes de la fría habitación. La Dra. dejó todos sus utensilios en la bandeja quirúrgica. Había terminado la sesión; otra autopsia más, hecha a la perfección. El título de Mejor Patóloga Forense, plasmado en la primera plana de la revista Personalidad Vitalicia, nunca había sido tan meritorio.




Despertó en el mismo lugar, una vez más, satisfecha. Aún estaba vigente su pacto. Solo así el purgatorio había sido ligeramente llevadero.

Únicamente mediante aquella transmutación podía revivir el incomparable encanto de tener, de nuevo, millones de vidas a sus pies, aunque fueran solo esos templados y rígidos cuerpos de la morgue.

Aún le faltaban 40 millones de siglos por cumplir su condena (nada menos podía ser para  la asesina serial más prolífica de la historia). Pero sabía que podría aguantarlo; algo en su interior le decía que el pacto seguiría vigente durante todo ese tiempo. Tanto el cielo como el infierno tenían una deuda eterna con ella, 500 almas pecadoras son más que suficientes para contentar a ambas partes. A fin de cuentas, ellos la habían creado así y con ese único propósito de vida.

Quizás en la próxima sería diferente, mientras tanto, en esta vida, tendría que terminar su condena; eso también era parte del pacto.











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