sábado, 16 de marzo de 2019

Rojo y ceñido

Sentía que su vida había acabado, o pasado ante sus ojos, demasiado rápido, como para disfrutarla. Los detalles, que sabía la habían regocijado al máximo en esos momentos, ahora eran tenues luces moribundas en su memoria.

Y no era que no hubiese logrado nada en la vida, sino todos lo contrario, pese a muchas dificultades, había logrado mucho más de lo que muchos pueden, en este pedazo de limitado tiempo terrenal.

Sí, creía en el destino, y en que todo y todos, tenemos un propósito, o varios, y los suyos, habían sido numerosos y ampliamente cumplidos. No había sido una persona más en la superpoblación ascendente, sino una que había marcado una diferencia; alguien importante.

Sin embargo, y quizás como parte normal del proceso en que se encontraba, sentada en la vieja hamaca de madera preciosa, que había mandado a construir casi medio siglo atrás, no se sentía más que vacía, de mente, cuerpo y alma.

¿Cómo se puede sentir vacía una persona que ha logrado todo lo que se ha propuesto en la vida?-era la pregunta que se hacía, día tras dia, desde que le vino le supuesta "crisis de la tercera edad", del "nido vacío", o cómo sea que le hayan puesto los especialistas en Medicina Familiar, Psicólogos y otros avezados en la materia.

Sí, claro que era esta crisis la que la tenía sumida en este extraño armagedón depresivo, pero el porqué era lo que la mantenía más ansiosa. En fin, que llevaba alrededor de 15 años en este proceso de ansiedad-depresión, que, por más visitas al Psicólogo, no parecía tener fin, ni atenuación alguna.

No había tenido hijos, por firme decisión; tampoco le habían hecho falta. Sabía que lo más importante en su vida era su carrera, y muchos logros había acumulado en sus 78 años de vida.

Niña genio, adolescente aventajada, escritora renombrada y ganadora del Premio Planeta con tan solo 18 años, era el comienzo de su fructífera vida, que pesar de los gloriosos frutos recogidos, se sentía ahora tan desparramada y sin sentido, como el más árido desierto.

Ni siquiera la soledad era la culpable (la supuesta soledad por la ausencia de hijos y familia), pues las amistades acumuladas y una pareja que le había regalado la vida (de entre todas las cosas buenas en su historia, la mejor), habían terminado de llenar el almacén de trofeos de sus alma.

Mas ese día, por razones del destino (ese en el que confiaba casi ciegamente), le vino a la mente una amalgama de ideas perdidas, que en medio de este tormento, no había asimilado.

No había lógica a esto, pues, supuestamente, una vida repleta de notas positivas, debía ser feliz por naturaleza. Al menos eso era lo que reflejaba en sus novelas repletas de positivismo (muchas basadas en casos reales). Allí, en ese magnífico legado, tajantemente esclarecía, que la infelicidad está allí donde existe un vacío que, en muchas ocasiones, puede ser llenado por nosotros mismos, solo que carecemos de los recursos y capacidades para hacerlo.

Pues entonces, ¿Cómo no seguir sus propios consejos? Claramente había caído en una negación por casi dos lustros, que ahora, de manera mágica, comenzaba a mostrar razones y posibles soluciones.

Era tiempo de actuar. Ella no podía ir en contra de sus propias letras; sería demasiado cínico de su parte y, ciertamente, esta característica ausente en su personalidad, no podía revelarse en un ser maquiavélico desconocido (que sabía, no tenía escondido).

Pero sí que lo tenía, y se mostró en ese momento, provocando el alumbrón que comenzó a esclarecer su situación.

Lo irracional del hecho, que una persona con su intelecto hubiese tardado tanto, gastando tanto tiempo, ganas, fuerzas y dinero, en múltiples sesiones psicoterapéuticas era aberrante. Además de ser una completa ironía que alguien que tratara el tema de la magnífica resiliencia humana, tuviese, siquiera, que buscar ayuda psicológica profesional. Pero ya con esto había lidiado, cuando abrazó el hecho de que estaba en medio de la común "crisis de la tercera edad".

Pues ahí estaba la respuesta a la pregunta, había una oscuridad en su interior, que no la dejaba zafarse de esa infelicidad, ese vacío, quizás por tantos años, hecho de disfrazadas glorias.

Sentada en esa hamaca se percató de deseos ocultos, olvidados en recodos de su memoria, que, aunque sentía algo oscuros, le habían hecho feliz en algún momento (o al menos, así se sentía en el florecimiento del recuerdo)

¿Y por qué eran oscuros esos detalles, deseos, guardados por tantos años? No sabía precisar aún cuáles eran, pero se sentían malévolos. Pero; ¿Por qué?

Nueva claridad de ideas, mucho más transparentes esta vez

-No, no son oscuros, son humanos -gritó, levantándose enérgicamente. Su esposo, sentado a su lado, permaneció en su habitual estado de fuga mental. Últimamente, se pasaba muchas horas en de embeleso, mirando al horizonte que se sabía de memoria desde hacía más de 40 años. Quizás era ella la causa de esta situación; por algún sitio había leído que la depresión es contagiosa. Una razón más para librarse de ella, de una vez y por todas.

Eran deseos sin rostro, pálpitos inaguantables, sensaciones irracionales divinas, los que le habían aflorado en un fugaz instante.

Y recordó imágenes, relacionadas con esos deseos. Algunas parecían reales, de momentos pasados (no sabía definir si propios o ajenos, quizás relacionados con escenas de sus libros); o sueños, simplemente.

Caminó hacia el "cuarto de desahogo" (más bien corrió) y abrió el closet que, más que eso, parecía una caja hecha de polvo. Sofocada por todo ese residuo que casi hizo explotar sus vías respiratorias, lo vio. Ahí estaba, el pequeño baúl que por tanto tiempo había olvidado.

Ya sabía lo que había dentro; bien que lo recordaba. Pero verlo otra vez, fue más allá de la emoción de un recuerdo, fue como vivirlo por primera vez. Todo estaba intacto, como si el tiempo no hubiese pasado por él. Su camisón transparente y todos los objetos sexuales que tanto placer le habían provocado en décadas pasadas, parecían recién comprados, y hasta brillar.

Los pálpitos se volvieron millones de latidos descontrolados. No pudo aguantarse y se puso el camisón. Destapó el espejo inmenso que se ocultaba tras una sábana (ya no tan blanca); esta vez, el polvo no le importó. Se miró, preciosa, sexy, suculenta, deseable. Primero comenzó a dar vueltas en círculo, palpando suavemente la medida tela. Se detuvo y comenzó acariciarse, gentilmente. Primero la cara y el pelo (largo y blanco como una mota de algodón); luego el cuello, los senos, la barriga (llena de estrías propias del continuo cambio de peso, durante tantos años).

Entonces, se sentó en el suelo; esta vez, las articulaciones no pusieron resistencia alguna. Cerró los ojos y dirigió sus manos a su pelvis, las metió dentro de la ancha pantaleta que guardaba sus colgajos de piel extrafina y reseca. Con los ojos cerrados, se tocó la vulva, el clítoris y toda la región perineal. En este punto, ya no pudo evitar acostarse en el suelo y cerró los ojos, masajeándose todos sus puntos erógenos (esos que había perdido su mente). Tomó el viejo vibrador de silicona, y siguió frotándose. Abrió los ojos y lo vio.

Ahí estaba su adorado esposo, acariciándole el rostro mientras ella llegaba al clímax. ¿Cómo había logrado salir de su habitual estado de indiferencia? No lo sabía , pero en ese momento, no le importó. Él sonreía y ella, estaba a punto de estallar. Al fin, el delicioso orgasmo (que, contrario a lo que pensaba, se sintió tan magnífico como lo recordaba; como aquel ultimo, de hacía más de 20 años)

Abrió los ojos, repletos de lágrimas de felicidad y lo vio sonreir, entre la imagen borrosa de su empañada vista mojada. Le apretó las manos, plagadas de fluidos corporales y le dio un beso en los labios. Cerró nuevamente los ojos. Diez segundos de descanso y los volvió a abrir; él ya no estaba. Ya lo sabía, pero igual lloró. Fue un lloro mezclado con felicidad y libertad.

Recogió todos los utensilios y los llevó a su habitación. Ya era de noche y realmente estaba agotada.

Al otro día se levantó y se vistió de rojo, con un vestido ceñido que hacía tiempo no usaba, porque lo veía muy atrevido; esta vez lo encontró perfecto. Además, lo necesitaba; tenía un lugar especial que visitar, uno, que tampoco veía hacía mucho, mucho tiempo.


-Te he traído tus flores preferidas. Bueno, las mías, porque siempre decías que eran las que más te gustaba regalarme. Prometo que vendré más a menudo. No dejaré que pasen dos décadas más, te lo aseguro. Ya he entendido todo, y "todo" estaba en mi mente, de la cual siempre fui dueña, sin saberlo. Gracias amor, por recordarme que aún estoy viva.

Puso el ramo de lirios blancos delante de la lápida de su amado esposo y se fue, con su vestido rojo, ardiente como el fuego, decorando el paisaje del frío camposanto.







No hay comentarios.:

Publicar un comentario