sábado, 30 de marzo de 2019

Coraje (un conejillo de Indias)

Todos decían que era el fin del mundo, pero, para mí, estaba demasiado lleno de gente y cosas, como para este tétrico final. Siempre oí a todos decir, que el fin del mundo era lo peor; bueno, claro, significaba el fin de la vida, del planeta, del universo, del cosmos, o en fin, de la existencia de todo lo que conocían hasta ahora, o, al menos, creían conocer.

Pero una vez oí a la señora del pelo blanco, que vivía en mi casa ( la que me tenía un poco de miedo al principio, la abuela de mi ama), decir algo que se me quedó grabado en mi peluda cabeza, para siempre. Era un mensaje que parecía tan banal,  que hizo que todos hiciéramos oídos sordos a estas, supuestamente seniles palabras; todos menos yo, la única mascota de la casa y, por tanto, no humana, pero al parecer, más perspicaz que todos ellos. Pero no tanto como aquella anciana arrugada, cuando dijo: -la salvación está al final del arcoiris.

Claro, que nunca creí que el arcoiris estuviera al final de aquel desierto, y que fuéramos nosotros, los 230 seleccionados, para encontrar la única fuente de agua en el planeta.

Así que, luego de la cantidad de gente y cosas acumuladas en aquel pedazo de tierra, todo se desmoronó y quedamos nosotros, unos indefensos e inútiles (o al menos eso creíamos ser) curieles gordos y peludos en lo que sin dudas, sí fue el fin del mundo.

¿Cómo desapareció todo, y todos? Quizás nunca lo sabremos. Pero, tan repentino como la algarabía de la noticia del fin del mundo, fue el hecho de vernos, lejos de aquella tierra, lejos de todo, flotando en un globo de helio, sobre una armagedónica destrucción desértica.

Casi no recuerdo los detalles, pero sí la oscuridad y la dedevastación de todo lo que solía llamar "hogar". Yo era el único curiel rojo; siempre supe que era diferente, extraño (quizás por eso la anciana me tenía tanto miedo). No sé si el color fue desicivo a la hora de escogerme, pero todos los que estábamos ahí, teníamos algo diferente, grotesco o no. Algunos eran muy pequeños, casi del tamaño de una uña de persona, otros, habitualmente grandes (a esos sí que la anciana les hubiese tenido puro pavor), del tamaño de perros o gatos jíbaros (yo trataba de no acercármeles mucho; me daba miedo que, de una patada, pudieran aplastarme). Otros, con orejas muy grandes, casi parecían consumir tu cuerpo dentro de sus tímpanos. Había algunos que tenían muchos bigotes, que casi no dejaba divisar sus ojos, y otros con paticas tan pequeñitas, que prácticamente tenían que arrastrarse para caminar. Yo, solo era rojo, pero esto debía tener, como en todos los demás, alguna relevancia o importancia especial.

No estaba muy seguro de que la anciana estuviese en sus cabales cuando dijo aquella frase y, aún tres semanas después de aquel Big Bang extraño, que había arrasado con todo vestigio de vida, no pensé que existiera algo así.

Hasta que lo vi. Ahí estaba, el arcoiris, al final del camino. Solo que no fue un camino, sino un recorrido levitante, sobre una tierra casi ausente de latidos. Después de tantos días, viendo esa tierra, totalmente seca, desde aquel globo, donde nos habían puesto los ahora inexistentes humano, ahí estaba la amalgama de colores, única e inigualable. Pero, ciertamente, no había nada más; después del arcoiris, de ese extraño y mágico arcoiris, solo un negro vacío, quizás más vacío que el anterior recorrido, terminaba el trayecto establecido.

Así que llegamos al final. No sabíamos bien qué hacer, pero, entre toda esa desorientación, solo nos dio por empezar a brincar y hacer ruidos chillones (algunos gritaban más que otros)

Yo no podía gritar. Nadie lo había descubierto hasta ahora (ni yo mismo me había percatado de esto), pero, además de ese extraño color rojo, había algo que me diferenciaba mucho de mi especie; había nacido sin cuerdas vocales.

Todos me miraron sorprendidos. Es bien sabido que los roedores se caracterizan por ese chillido agudo que, por los siglos de los siglos, nos delata siempre ante los humanos. Así que no entendían cómo se me había privado de algo que, supuestamente, es primordial dentro de nuestras variadas características. Pero igual seguían gritando, como si no pudiesen hacer nada para evitarlo. Quizás era cierto que no podían; tal como se cuenta, esos chillidos nacen de nosotros, de manera automática y no hay forma de controlarlos (quizás por eso somos tan irritantes para las personas)

Entonces sentimos un ruido estrepitoso, explosivo, que hizo a todos, los que ya estaban oliendome extrañamente, enmudecer.

El arcoiris se abrió en dos y dejó ver, en la oscuridad de la franja que formó en su centro, algo inmenso que surgía, como una mole. Poco a poco, la oscuridad fue transformándose en otra mezcla de colores, y al fin logró verse la imagen; una gran montaña, color ladrillo, se imponía entre las dos mitades del ya casi extinto arcoiris.

Se expandió a los lados y hacia delante, llegando a tomar casi la pared de cristal del globo. Era un cristal blindado, pero igual nos provocaba pánico; se veía ya tan cerca, que creíamos que sobrepasaría la supuesta indestructible estructura.

Justo a 1 metro, se detuvo. Vimos desaparecer por completo el arcoiris y comenzamos a chillar nuevamente (yo no, ya lo he dicho, no puedo emitir sonido alguno; tampoco hacía falta, mi corazón latía tan fuerte y rápido, que estoy seguro de que se oía más alto que el galope de un caballo a todo trote).

Entonces, la gigante roca volvió a moverse, retomando su dirección, directo hacia nosotros. Ahí entendimos que eran nuestros chillidos, los que la hacían moverse. Y esta vez, junto con el movimiento, el ruido anterior pareció emitir ecos tenebrosos, de sonidos, que aun inentendibles, parecían palabras. Parecía más que una montaña; parecía tener vida.

¿Pero cómo era posible? No lo sabíamos, pero lo probamos, por desgracia, cuatro veces más. He olvidado decir que estos chillidos nuestros, son solo una reacción al miedo; una respuesta de nuestro organismo, ante un peligro inminente. Si no podíamos controlarlos en otras situaciones, esta (que sin dudas era la más tenebrosa y estresante de todas las que habíamos vivido) no iba a ser la que enfrentara nuestro coraje, a nuestra disposición biológica.

Pues bien, cada vez que comenzábamos a chillar, se volvía a producir el mismo fenómeno, que se detenía justo cuando hacíamos silencio. La última prueba, dejó a este extraño elemento (por llamarlo de alguna manera), justo a 10 centímetros de nuestras narices.

Todos pusieron su cabeza entre las patas, tratando de evitar esos incontrolables y naturales chillidos. Los que tenían las patitas cortas, casi convulsionaban, tratando de agarrarse a boca, aunque fuera con el último extremo de sus uñitas.

Tiritaban de miedo, todos, excepto yo. Increíblemente me percaté de que ya no sentía miedo. Mis latidos cardíacos se amainaron, enlenteciéndose cada vez más, hasta llegar al ritmo normal.

Ahí lo supe, y lo hice. Tomé una gran funda sintética que colgaba de uno de los extremos del globo y, con mucho trabajo, la extendí por encima de todos mis compañeros, que estaban a punto del colapso nervioso. Me di cuenta de que era más que una funda, era una capa anti ruido. No entendía muy bien de donde había salido este impulso, este conocimiento; pero en mi interior, había algo que me hacía obrar de esa manera, paso a paso, como una operación aprendida.

Me pareció extraño, pero no podía perder tiempo. Sabía que yo era el único que podía enfrentarme a aquella monstruosidad.

Si había un arcoiris, había agua, y teníamos que hallarla, tomarla, guardarla en el gran globo, y regresar con ella, al precio que fuese. Era la única oportunidad para la tierra, casi a punto de morir.

Mientras caminaba hacia afuera, comencé a recordar lo que dejé atrás, antes de empezar el viaje. Me vinieron a la mente todas las imágenes de cosas, animales, figuras varias; y personas, esas que solo me habían tomado de mascota (algunas con recelo, como aquella anciana), y que nos habían puesto en este globo, con ruta hacia lo desconocido del mundo.

A medida que recordaba aquello, me henchía de gozo y orgullo. Yo, un simple conejillo de Indias, salvaría al mundo de la muerte. ¿Quién lo hubiese pensado? No esos, a veces engreídos humanos. Ni siquiera los mismos dioses que nos crearon, pudieron preveer que en unas pequeñas y peludas patas rojas, estaría el futuro del mundo.

Ya afuera, me erguí (todo lo que se puede enguir una pequeña ratita como yo), moví mi hocico 360 grados, a mil revoluciones por segundo, miles de veces, y salté frenéticamente hacia la mole.

En ese momento, la montaña volvió a temblar, el eco que semejaba palabras, se convirtió en un atormentante lloro. La estructura comenzó a partirse en dos (como lo había hecho antes el arcoiris, por su propia emergencia), y se dejó ver, al final de un camino (un verdadero camino de tierra), a casi 50 metros de distancia, una enorme cascada.

No había más nada que hacer que lo que mis piernas, roji-peludas y pequeñas, me pedían: correr hacia ella a toda velocidad. ¿Era en verdad, el ansiada agua, lo que habíamos encontrado? Sentí que aquel medio kilómetro se me hizo nada, entre  la euforia que me hacía correr a una velocidad que no reconocía como propia.

Y al llegar, la extrema locura; me lancé de un salto, como un dibujo animado, sin miedo a caer al vacío, hacia las alborotadas aguas verticales. Empapado en agua, vi mi color rojo, perderse por completo y, como un perfecto ratón albino, caí hacia un inmenso mar que recogía, en un ciclo sin final, esa perfecta y pura agua.

Me incorporé a la superficie y ahí, como una boya regordeta, sin el más mínimo color candente que toda la vida me había caracterizado, vi a todas mis hermanas, saltando, desaforadas, por encima de mí.

Mientras me rodeaban por todos lados, sintiendo sus chillidos descontrolados, esta vez desbordantes de alegría, entendí que nunca había sido mi color, ni mis ausentes cuerdas (que ahora sentía vibrar en mi garganta), las que me hicieron llegar a la meta.

Yo era una más, de entre tantos, y como tantos, no tenía nada diferente, que me ayudara a liderar aquella titánica travesia. Era solo una, que creyó estar preparada para salvar al mundo, respaldada por el mejor equipo, y con una pequeña arma secreta: coraje. Quizás así me debía llamarme a partir de este momento. Y así lo grité (o lo chillé). Mi nombre agudo rebotó en todos mis alrededores, desde mis perfectas cuerdas vocales (dormidas, pero existentes y fuertes), mientras veía mis pelos empaparse, con aquella maravillosa agua.








No hay comentarios.:

Publicar un comentario