viernes, 8 de marzo de 2019

La verdadera historia de la Sirena Negra

La miraba nervioso, con el rabillo del ojo, a pesar de que fue él quien dio la invitación.

Una mujer mojada, en un viaje de 80 kilometros, por carretera, debía ser un gran premio para cualquier camionero (por lujuria o simple ansia de compañía), pero esta vez, era la sombra de una turbia situación. No se sentía relajado, sino con un pánico ilógico que casi no lo dejaba concentrarse en la vía.

Y es que había algo extraño en esta mujer. Su belleza (fantástica, literalmente), que emanaba de sus poros casi a manera de halo de luz, perfectamente visible, se mezclaban con un aura negra, que exudaba por sus poros, una esencia que se impregnaba en todo lo que los rodeaba, llegando a su propia piel.

Cuando la recogió, tenía unas 7 personas a su alrededor, estáticos, mirándola, sin más. Como estatuas vivientes, no atinaban a ayudarla. Sus rostros, nauseabundos y rojos, parecían bajo el efecto de una potente droga.

Entonces había tomado la decisión que ahora lo tenía amedrentado: cargarla en sus brazos y llevarla a su camión.

Después de varias horas inconsciente, al fin reaccionó. Se incorporó sobre el asiento trasero y se quedó automáticamente, mirando hacia el cielo, enajenada.

-¿Estás bien? ¿Estás herida? ¿Recuerdas qué te pasó? Estabas tirada en los arrecifes. ¿Recuerdas cómo llegaste a allí, o algo?-Fue su primer encuentro verbal, casi con lenguaje tropeloso.

-¿Estás bien?-repetía, haciendo rápidos vistazos por el espejo retrovisor-¿Oyes y entiendes lo que digo?

Ninguna reacción, ella seguía mirando al cielo, totalmente perdida.

-No, no estás bien, y no sé si me entiendes; pero pronto tendrás ayuda profesional-dijo, aún nervioso, embebido en aquella rara situación, rebasando una de las tantas curvas ciegas de esa angosta carretera.

El mar, con toda su amplia y perfectamente delimitada costa zafiro, bordeaba todo el límite derecho de la carretera.

-Creo que debes recostarte, aún faltan unos kilómetros para el hospital más cercano-hizo un ademán con su mano, (el típico gesto de "mandar a dormir")-Creo que no me oyes, o no me entiendes-otro ademán, girando la mano, como cuando quieres refrescarse del calor-El tiempo está fresco, ya casi estás seca, eso te hará bien, la humedad en el cuerpo, no es aliada de la buena salud.

Palabras al vacío, la misma actitud inamovible por unos cuantos metros más.

-Hemos llegado-fueron las primeras palabras que salieron de su boca, mientras hundía esos penetrantes ojos, tan negros como el profundo y tenebroso océano, en el reflejo del retorvisor.

La escena a continuación, fue más que alucinante. Aquella costa, previamente ataviada y rebelde, con las olas rompientes arremetiendo contra las piedras, se volvió mansa y plana, "como un plato".

El cielo se volvió más negro que nunca, y así, todo el alrededor.

Ella, con pasos fantasmales, bajó del auto; él, atónito, la veía alejarse hacia el borde del despeñadero.

Aquella piel, antes blanco marfil, ahora era el más reluciente ébano, totalmente mojado. ¿De dónde había salido el agua que la cubría? Otra pregunta sin respuesta.

A pesar de esa negrura, su corazón se activó y salió a todo trote del camión.

Ella se encontraba en el borde del muro.

-¿Estás loca, qué haces?

Corrió hacia ella a toda velocidad. Le tomó de la mano, fuertemente, tratando de retenerla, de evitar aquella demencia.

En ese momento, una ráfaga de viento, más oscura que todo aquel entorno, se coló en su mano, y haciendo doler sus nudillos, la separó de la de ella, empapada de un agua surgida de la nada.

La última imagen que tuvo, fue su rostro, ilógicamente pálido, y aquella negra lágrima, la más gruesa que había visto, rodando por la mejilla de aquella rara mujer, antes de perderse en el impenetrable océano.




-Llevo aquí casi 70 años; la gente dice que tengo suerte de haber vivido tantos; son 110 y contando. De ella, solo conservo esta escama verde, aunque algunos me dicen que se torna negruzca en días de tormenta.

-Las paredes acolchadas no me impiden jugar con el agua que me traen en las botellas de plástico. Dicen que no pueden darme vidrio, porque corro riesgo de cortarme, automutilarme; ya sabe, por el diagnóstico ese que se han inventado. Esquizofrenia Paranoide creo que le dicen.

La chica, sentada en la silla metálica, justo frente a la camita adosada a la pared de enfrente, cerró el bloc de notas, donde acababa de escribir el punto final. Se paró, y con ojos azorados pero vivarachos, se acercó a él y le pasó la mano, dulcemente, por la cabeza, que ya había perdido la mirada por la pequeña ventanita corroída por el salitre.

-Será un buen artículo, Señor Serpa; le gustará, estoy segura. Se llamará:  "La verdadera historia de La Sirena Negra" ¿Está bien así?


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